María Teresa Errázuriz Cristi tiene 46 años y hace 18 años llegó al Pequeño Cottolengo.

Cristián Glenz, el director ejecutivo del hogar, quien es apenas un año mayor que ella, abre una carpeta. Y empieza a repasar su historial clínico. Teresita, como le dicen todos, tiene un autismo severo con sicosis y una discapacidad intelectual moderada: se le diagnosticó una edad mental de entre ocho y nueve años. También sufre de alucinaciones visuales y auditivas. Glenz lee el último episodio, del 6 de septiembre de este año: "Golpea a compañera porque se perdió su bolso".

A pesar de todo lo que tiene en contra y que, en su suma, ha hecho que Teresita haya llegado a vivir al Cottolengo, hay algo que sí tiene a favor: sabe dibujar y pintar mucho mejor que la inmensa mayoría de las personas sin discapacidad.

Su habilidad para memorizar escenas es sorprendente. Todo su trabajo es sobre platos y tablas de cerámica, y lo que ahí queda plasmado son particulares visiones del mismo Cottolengo. En un plato, un 18 de septiembre, donde se retratan sus compañeros, muchos con sillas de ruedas y bastones. En otra escena, Teresita pinta el momento en que se va a bañar junto a algunas de sus compañeras. Por la ventana del baño se ve el patio allá afuera. Guardando las proporciones, sus pinturas recuerdan el trabajo del pintor vanguardista Marc Chagall. Hay colores vivos, escenas oníricas y la gente parece flotar. Y aunque todas las escenas son sacadas de la vida de un hogar con personas con profundas discapacidades intelectuales y motoras, Teresita, tal vez sin querer, retrata un mundo en que las limitaciones parecen no existir. Un mundo esperanzador, a pesar de las sillas de ruedas, de las columnas curvadas y de las malformaciones de quienes viven en él.

Flora Vilches (64) ha sido por 20 años profesora del taller de pintura y cerámica. Cuenta que le pidieron hacer un taller para profesores en el Cottolengo, pero al final se terminó quedando ella con el curso que imparte hasta hoy. A Teresita la descubrió hace 12 años, cuando vio unos dibujos que hacía a mano alzada durante su tiempo libre en el patio. Es decir, Teresita pasó seis años en el Cottolengo sin entrar a su taller de pintura, sin ser descubierta. Flora Vilches la describe: "Es la única aquí que puede dibujar, es la artista que tenemos. Todo su trabajo es sobre el Pequeño Cottolengo, que es su mundo. La cantidad de detalles, de colores que usa, son tantos, que en hacer un plato se demora cerca de un mes, pasando por el taller mañana y tarde".

Su madre, Isabel Cristi, dice que en los 28 años en que vivió en su casa en Vitacura siempre dibujó, que a pesar de sus discapacidades es como algo que lleva en la sangre. "Yo soy pintora y mi marido es arquitecto, es algo que estaba presente en la casa", dice Cristi, quien agrega orgullosa que hace un par de años su hija ganó un concurso de pintura en la Municipalidad de Las Condes.

Eso es algo que se resiente en el Cottolengo, porque sus padres tomaron los 200 mil pesos del premio y se lo llevaron para la casa.

El gasto por persona en la institución, dice Cristián Glenz, es de un millón cien mil pesos. "Hemos tratado de que la familia de Teresita, que viene de un nivel socioeconómico alto, nos aporte para su estadía, pero ni ese gesto tuvieron con nosotros", cuenta.

Así, los dibujos de Teresita también se han transformado en las tarjetas de Navidad que el Cottolengo envía a sus bienhechores todos los años. Además, sus trabajos pueden ser comprados para financiar, al menos parcialmente, el taller de arte, con precios que fluctúan entre los 20 mil y 40 mil pesos. Incluso, en un mes más, el fin de semana del viernes 10 de noviembre, sus cerámicas se venderán en un stand en el Parque Feliz, una actividad que el Pequeño Cottolengo montará en el Parque Bicentenario y que contará con las presentaciones de Kramer, Mazapán, además de una serie de juegos mecánicos. Glenz dice que Teresita estará en el stand de la institución, además de varias personas del Cottolengo con discapacidades que no les impiden, por ejemplo, armar una batucada.

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Cristián Glenz se pasea mostrando parte de las cerca de ocho hectáreas que el Cottolengo tiene en la comuna de Cerrillos. El lugar es amplio, con grandes arboledas y una serie de caminos que forman cuadrantes, como una miniciudad. Cada cierto trecho lo paran para darle un abrazo o para jugar con él. Glenz, quien fue un gerente de empresas por cerca de 20 años, se sabe los nombres de todos. Dice que esto es lo que lo llena: cerca de dos años atrás decidió dejar una vida trabajando para multinacionales para hacerse cargo de una institución como el Cottolengo y tener una "pega con sentido", como él le llama. Esa crisis le llegó cuando tenía 45.

"El mayor drama no es la discapacidad intelectual ni física, sino que la discapacidad social", dice, para entregar una idea sobre las personas que viven en el Cottolengo. "La mayor parte de los que llegan acá vienen dañados. El 80% ha sido abandonado por sus familias. Uno se acostumbra a ver personas con discapacidades serias, conectadas a máquinas, pero uno nunca se acostumbra a ver a personas abandonadas. Aquí han quedado afuera todos los que no se pudieron subir al sistema productivo".

El nombre completo del hogar es Pequeño Cottolengo, porque la institución partió para ayudar a discapacitados menores de edad. El tema es que aquellos que llegaron de niños han ido envejeciendo en el hogar. Solo un 20% es menor de 25 años. Aunque siguen llegando algunos niños, las personas del Cottolengo están envejeciendo adentro. Casi todos crecen, se desarrollan y mueren ahí mismo. Hoy, el promedio de edad de los que viven ahí es de 42 años y se espera que ese número siga subiendo.

Un tercio son autovalentes, como Teresita, quien puede caminar y moverse por el hogar. Otro tercio es semivalente, es decir, está en sillas de ruedas o depende de andadores, y el otro tercio está derechamente postrado. A lo físico se le da tanta importancia como a lo mental y a veces se trabaja en conjunto.

Afuera de un taller de agro, en el que los internos llenan bolsitas con menta y orégano que ellos mismos cosechan y que luego se venden, está César, quien tiene 60 años y llegó a los 14 años al Cottolengo desde un hogar en Batuco, donde le cortaron, en castigo, las plantas de las manos y los pies. Las cicatrices todavía están ahí. César tiene los ojos azules gastados, y la mirada extraviada, pero puede elaborar un discurso, aunque mientras lo hace le tiriten las piernas.

César dice, con tono de predicador: "Que cambie la política, que haya pan para los pobres. Por nuestro país, que se acabe la inmundicia".

Luego invita a diputados y senadores para que conozcan el hogar y el trabajo que él mismo hace "con los arboles y las flores".

Al despedirse, dice: "Gracias por escucharme".

Glenz cuenta que muchos de los que han llegado al Cottolengo lo han hecho porque alguien tocó el timbre para dejar una guagua con discapacidad abandonada. Como una historia de Dickens. Otros han sido recogidos de la calle sin saber cuáles son sus apellidos o sus familias de origen. Otros, por tribunales de familia: "Por la denuncia de un vecino que ha visto a alguien enjaulado en el patio del lado", ejemplifica Glenz. Otros vienen de familias pobres que no pueden hacerse cargo de una persona con discapacidad severa y que necesita atención las 24 horas.

Una vez que entran, el gran problema es el abandono. "Después de dejarlos acá vienen dos o tres veces y nunca más vuelven", dice Glenz. Un tercio de las familias va de visita cerca de una vez al mes. Otro tercio va una vez al año y el otro tercio no llega nunca. Glenz complementa: "Hace 30 o 40 años personas con altos recursos entregaban sus hijos al Pequeño Cottolengo porque les daba vergüenza. Quizás al comienzo los venían a ver, pero finalmente quedaron acá".

El caso de Teresita fue diferente. Cuando entró, hace 18 años, estaba el padre Juan Lucarini a cargo de la institución. Su familia fue quien le pidió que la aceptaran y él accedió. Ese ingreso hoy no sería posible, según Glenz: "Hoy les damos prioridad a las personas desamparadas. Si Teresita llegara hoy no la podríamos tomar, porque ella tiene familia y ciertas redes que la gran mayoría de los discapacitados que viven aquí no tiene".

Teresita también está dentro del tercio que no está abandonado. "A pesar de que su familia dice no tener dinero para cubrir sus gastos, vienen todas las semanas a verla", añade Glenz.

El problema de la discapacidad severa y profunda en el país es complejo. Glenz dice que 230 mil personas tienen algún tipo de discapacidad intelectual en Chile. De ese número, el 85% está en una categoría leve. Otro 10% es moderado, y 5% es severo y profundo. Es decir, poco más de 10 mil personas. "El foco del Cottolengo son los severos y profundos. Los tres hogares Pequeño Cottolengo hospedan a 550 personas y uno dice dónde está el resto. ¿Se murieron? ¿Están escondidos, amarrados, en el patio de una casa? Si uno empieza a contar los que tiene otras instituciones, llegamos a mil, dos mil máximo. ¿Dónde están los demás?", se pregunta.

Si en el Sename el gasto por niño es de 250 mil pesos, en el Cottolengo, por el tipo de necesidad, ese gasto alcanza el millón cien mil pesos. Un 60% de ese dinero llega de benefactores. El restante 40% del presupuesto se financia con aportes del Estado a través del mismo Sename y de los ministerios de Salud y Educación. Para Glenz, ese dinero es insuficiente. El hogar todavía no cuenta con un sistema para que la comida que sale de la cocina llegue caliente a las diferentes casas de acogida. "Uno saca la cuenta y con esa plata no se hace nada", dice Glenz. "En Europa se gastan cinco millones mensuales por cada niño. Hay que ser muy cuidadosos con los gastos".

Los costos se disparan porque se necesita una proporción de casi un trabajador por interno, además de dinero para medicamentos, comidas, pañales -que son usados por la mayoría de quienes viven ahí- e infraestructura, como salas multisensoriales en las que los discapacitados más severos entran, supervisados por un profesional, para tener una relación más profunda con su tacto, con aromas, sonidos y luces.

Ida Pérez (43) trabaja hace 18 años en el Cottolengo y es educadora diferencial con mención en deficiencia mental. Su sala tiene una bola disco, luces, música ambiental y una piscina con pelotitas. Cuando entramos está con cuatro adolescentes, todos en sillas de rueda haciendo una terapia. Cada uno de ellos es discapacitado severo, físico y mental. Los logros de Ida son cosas como pequeños movimientos, una leve sonrisa, gestos que afuera del Cottolengo se dan por sentados, pero que en su sala pueden tardar meses de trabajo en ocurrir. "Que Ruth me mire cinco segundos para mí es un triunfo enorme", dice Ida Pérez con tono emocionado.

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Teresita no se comunica con nadie, pero aún así tiene clara su rutina. A las 12 sabe que es hora de ir a almorzar, se saca la pechera para no manchar su ropa y sale del taller sin decirle nada a nadie. "Chao, tía Flora. Hasta la tarde", le dice a su profesora del taller de arte. La seguimos y vemos cómo pasa entre el resto de los discapacitados sin prestarle atención a ninguno en esa pequeña ciudad que es el Pequeño Cottolengo. Va totalmente absorta en sí misma.

De repente, se desvía de su camino y pasa por una suerte de mampara para abrir la puerta a la cocina del hogar. La puerta no abre. Teresita no pide que se la abran, simplemente se da vuelta y lanza un grito largo y gutural. Luego toma sus cosas y retoma su camino tranquilamente, como si el grito anterior no hubiese ocurrido.

Cristián Glenz, el director, llega hasta nosotros y explica: "Cada vez que termina el taller, Teresita pasa por la cocina del hogar e intenta abrir la puerta para robarse un pan. A veces le resulta y a veces no".

Esta vez, claro, no le resultó.

Y sigue caminando por los senderos del Cottolengo hasta llegar al hogar para mujeres adultas. En la puerta, una placa.

Julio Iglesias

1975-2007

Esos fueron dos años en que el cantante español dio conciertos a beneficio de la institución, cuyos fondos fueron a parar a esa sala, donde vive Teresita, en una habitación junto a otras dos compañeras.

Teresita llega al comedor, se sienta sola y come concentrada. Al terminar, desaparece en silencio. En la tarde volverá a su taller de arte. Como en los últimos 12 años.

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