En los Stones, la aritmética funciona así: tardaron apenas dos días en concebir el álbum por el que esperaron casi 55 años. Blue & Lonesome -el título que se estrena hoy y el primero desde A bigger bang (2005)- semeja un álbum de juventud, montado a la rápida, entre el fragor de las improvisaciones de estudio y donde se reverencia a los mentores que ejercieron de faro cuando no había nada. Pero el mundo es otro.
Con los ingleses adentrados hace rato en el epílogo de sus existencias (el más joven, Ron Wood, tiene 69 años), el propósito es indudable: en lo que asoma como una de sus últimas travesías discográficas, quisieron darse un gusto, renunciar a la presión de nuevo material y comenzar su adiós en el mismo punto donde partieron. Un círculo que, junto con la propia épica del rock clásico, empieza a cerrarse para siempre.
"Este álbum es lo que siempre quise que hiciéramos. Es lo que mejor hacemos, lo que mostrábamos cuando recién formamos la banda", expresó el baterista Charlie Watts a The New York Times, en torno a las 12 canciones que integran el esperado trabajo. Todas versiones de gemas del blues eléctrico de Chicago -la era en que el cancionero de cuna rural adquirió modernidad y musculatura- y que los devuelve a principios de los 60, cuando giraban por la noche londinense ofertándose como un conjunto de R&B, fieros y enamorados de la cultura afroamericana del otro costado del Atlántico, como un modo de subrayar sus diferencias con sus rivales de The Beatles.
La apuesta traza una impresionante línea de tiempo. El pasado 7 de octubre, los Stones se presentaron ante 60 mil personas en el histórico festival californiano Desert Trip e interpretaron Ride 'em down, original del cantautor Jimmy Reed y parte de su nuevo trabajo; la última vez que habían tocado tal tema frente a una audiencia fue el 12 de julio de 1962, en el club Marquee de la capital inglesa, en su primera presentación en vivo y cuando aún faltaban dos años para su álbum debut.
Además de Reed -uno de los bluseros favoritos de Elvis-, Blue & Lonesome incluye clásicos predecibles, como Howlin' Wolf, Willie Dixon y Little Walter, pero también pesquisa en artistas olvidados, como Lightnin' Slim y Magic Sam, lo que demuestra el apetito melómano que aún late en Keith Richards y, sobre todo, Mick Jagger. Por otro lado, no sólo corona el abrazo definitivo del cuarteto con sus raíces, sino que también una genuina relación que con el tiempo invirtió el padrinazgo: cuando los británicos ya eran superestrellas globales, invitaron a sus héroes de antaño a girar, registrar discos -notable su alianza con Muddy Waters- y hasta costearon tratamientos médicos o parte de sus funerales.
"Estas canciones fueron una manera de redescubrir lo que era la fiesta del blues y el rock and roll. Es la música que nos acompañó en los últimos 50 años", sintetizó Richards en The Guardian. Casi como una forma de resaltar que la devoción por los viejos tiempos es natural, casi de piel, la génesis del flamante trabajo no obedeció a planes o bosquejos previos. Cuando en diciembre del año pasado ingresaron a los estudios British Grove en Londres, la idea era grabar material inédito, canciones firmadas en su totalidad por Jagger y Richards. Pero la inadecuada acústica del lugar -"el sonido salía gélido", apuntaron- los impulsó a tocar un par de covers bluseros para entrar en calor, lo que quedó registrado en las cintas que ya rodaban en la sesión.
Tras cinco tracks, se dieron cuenta que tenían un nuevo título entre sus manos. Finalmente, culminaron la faena en 48 horas -lo que incluyó invitados como Eric Clpaton-, convirtiéndose en la entrega de más rápida elaboración en la historia de los hombres de Angie.
Como premio, las críticas han desbordado en elogios y ya se habla del mejor trabajo del grupo en décadas, con medios como The Guardian celebrando que "suenan más vivos de lo que han sonado por años" o NME apuntándolo como uno de los mejores lanzamientos de la temporada: mirando a su cuna, los Stones han recuperado su esplendor artístico antes de decir hasta siempre.