Tomás Munita (1975) siempre se las arregla para encontrar en el encargo periodístico una oportunidad de creación artística. Desde que en 2002 fue llamado por la agencia AFP para ser corresponsal gráfico en zonas de conflicto bélico o desastre, viajando a países como Afganistán y Pakistán, el fotógrafo ha logrado ir más allá de los disparos y las bombas para registrar con su cámara la cotidianidad de las calles, los secos y desoladores paisajes del desierto y la digna supervivencia de sus habitantes, impregnando las imágenes de una cruda belleza que se convirtió en el sello de su trabajo.
Hoy, con varios galardones a cuestas -como tres Premios de la World Press Photo, el más importante del fotoperiodismo mundial, o el premio Chris Hondros Fund, en homenaje al fotógrafo de guerra muerto durante un ataque en Libia-, Munita se ha ganado un lugar estable en las páginas del diario The New York Times y la revista National Geographic.
Sólo este año, para esas publicaciones, el fotógrafo estuvo en Francia, Birmania y la Patagonia chilena. Con el tiempo, Munita no sólo ha ganado experiencia, sino la confianza de sus editores, quienes le dan libertad para abordar sus reportajes como mejor le parezca. Para el chileno, este año ha sido, sin duda, el más creativo de su carrera, donde ha podido desarrollar sus propias historias. "Desde hace algunos años que estoy trabajando con mayor libertad. En The New York Times no hay limitaciones, me dicen el destino y el tema y yo veo lo que puedo hacer. Cuánto tiempo necesito estar en el lugar, si arriendo un auto o no. Nadie me pregunta cuánto voy a gastar y mi editor suele trabajar con la primera selección de fotos que le envío", cuenta Munita.
Para el fotógrafo este también es el año en que su obra ingresa oficialmente al circuito del arte contemporáneo. Aunque ya ha participado en algunas ferias de arte local, Munita acaba de inaugurar su primera muestra comercial, en la galería Prima (Nueva Costanera 3110), donde reúne 40 imágenes a la venta que recorren su trabajo en prensa, desde sus primeras series en Kabul, Afganistán, pasando por El Salvador; Fukushima, Japón, y Varanasi, India. Las fotos valen entre los $ 200 mil y los $ 2 millones, según el tamaño y cantidad de copias que existan. Claro que lanzarse de lleno a la venta de sus fotos no fue una decisión fácil: Munita enfrentó el conflicto que le supone comercializar las imágenes que fueron en principio hechas para narrar trágicas historias humanas.
¿Cómo ha lidiado con el hecho de que sus fotos se conviertan en objetos de arte?
Cuando empecé en esto fue chocante, porque hay mucha gente que encuentra bellas mis fotos y quieren colgarlas en sus casas, a pesar que en ellas aparezcan pandilleros o personas en medio de desastres.Venderla se aleja totalmente de la intención original de la foto. Pero también me pasa que me encanta ver mis imágenes impresas, que existan físicamente. La mayor parte del tiempo las veo sólo a través de una pantalla, porque muchas veces ni siquiera tengo la posibilidad de ver las revistas físicas. El resultado de estas fotos impresas en papel de algodón de alta calidad es tan impresionante que me entusiasma que alguien se interese por ellas y se las lleve a su casa. Creo que las historias pueden perdurar así también.
En la muestra también están a la venta algunas de las imágenes que el fotógrafo registró este año: para The New York Times, con motivo de los 100 años de la Primera Guerra Mundial, Munita viajó a Francia, Bélgica y Turquía con la idea de registrar los antiguos campos de batalla que hoy se han convertido en floridos y solitarios paisajes. "Fue un trabajo muy tranquilo en el que pude concentrarme mucho más en el paisaje, que era de mucha belleza. Era un gran constraste hablar de la guerra con esas imágenes bellas, pero también muy evocadoras", dice el fotógrafo, que ahora está radicado en Chile, pero que cada cierto tiempo emprende un nuevo destino.
¿Su trabajo lo hace a la par del periodista que escribe la historia?
No, cada uno trabaja por su lado, viajamos separados, aunque yo sé más o menos sobre lo que está escribiendo. De todas formas creo que el texto es importante para entender muchas imágenes. Como las de la Primera Guerra Mundial, que son bellas, pero esconden una tragedia humana. Creo que se complementan muy bien, uno sin el otro puede ser engañoso o muy árido.
Para el periódico estadounidense, Munita también viajó a Birmania, donde retrató al pueblo rohingya, de creencia musulmana, cuyos habitantes han sido desplazados por la mayoría budista hacia campamentos de refugiados. "Fue gratificante, las personas del campamento era muy abiertas, amables, sencillas y fáciles de fotografiar, pero al mismo están viviendo una miseria horrible y el resultado es aterrador", dice Munita.
¿Cómo logra involucrarse en las vidas de esta gente?
La mayoría del tiempo no puedo comunicarme bien con ellos porque no hablo su idioma, pero he conseguido entablar una relación de lenguaje corporal. Muchas veces es difícil entender lo que estaban sufriendo, pero que al mismo tiempo fuesen personas tan amables. Es lo que suele suceder con las personas que viven en situaciones extremas. Se acostumbran, porque la vida continúa. En el caso de Birmania, ellos tienen que hacer sus ritos en espacios reducidos, ya no pueden cultivar sus alimentos sino que los reciben y muchas veces mueren porque no tienen doctores que los atiendan a tiempo.
Este año, el fotógrafo retrató Haití para la Fundación América Solidaria, serie que se expuso hasta el 1 de diciembre en la Plaza Oriente del GAM, y para National Geographic publicó un trabajo sobre la Patagonia chilena, donde siguió a los gauchos que se dedican a cazar baguales en montes y lugares inaccesibles. Aunque los sitios de las fotografías varían, lo que queda es el estilo inconfundible: capturar imágenes como si fuesen pinturas, con una belleza purista que dignifica la crudeza de las historias.