Su figura distinguida -de traje negro, corbata oscura y pañuelo rojo asomándose por el bolsillo superior de su chaqueta- aparece por un rincón, apenas cuenta un puñado de segundos en escena y ya se gana el primer acto de justicia de la noche: una ovación de pie de las 1.200 personas que ayer llegaron al Teatro Municipal para reverenciar el retorno de Tony Bennett al país. Porque el cantante de 86 años, patrimonio de la era dorada de los crooners de etiqueta y canciones a pedido que pareció extinguirse con la irrupción del rock and roll, dio una verdadera cátedra de vigencia y ofreció uno de los mejores conciertos de la temporada local.

Para asestar el triunfo sólo necesitó echar mano a lo de siempre, a la receta de toda una vida: una garganta que hasta hoy parece no lucir mayores baches, una banda de músicos pulcra y versátil para articular diversos estilos, y una complicidad con el público que no necesitó de discursos para los que están más atrás o de palabrería para perder el tiempo. Es que el norteamericano sabe que existen otros anzuelos más categóricos para comunicarse: en el inicio con Watch what happens y They all laughed lució su admirable capacidad para sostener notas de largo aliento, para cambiar su timbre vocal con una agilidad casi juvenil y, como si no bastara, sumó hasta unos pasitos de baile salpicados de jovialidad (lo mismo corrió para The shadow of your smile).

Porque Bennett sabe matizar con frescura un ambiente que -dominado por un público adulto y en un sitio habituado a la música de otra clase se inclina hacia la solemnidad. También se atreve a compartir la fiesta cuando invita a escena a Vicentico para cantar Cold cold heart, el tema que asoma como el mejor de su reciente colección de duetos latinos y que anoche ofreció un contrapunto entre la voz caprina del argentino y el tono más grueso del estadounidense. O cuando hace lo propio con Antonia, la menor de sus cinco hijos, de sutil parecido a Adele, pero dotada con una voz apenas regular y con quien se atreve a desenfundar Old friends.

El otro porcentaje de su brillo escénico recae en un conjunto de técnica sólida, que transita del jazz más clásico al swing, y donde lucen el contrabajista Marshall Wood y el guitarrista Gray Sargent. Aliados perfectos de otra de las aristas de Bennett: recorrer casi sin pausas más de una veintena de clásicos del cancionero americano en poco más de 60 minutos. Y ahí, en algo se parecen los Ramones al viejo Bennett: ensamblan un repertorio sin tiempo para respiros, donde una canción sucede a la otra, como una obra completa hilvanada con elegancia y majestuosidad. Eso sí, el neoyorquino lo hace a los 86 años. En la edad en que casi la totalidad de sus coetáneos mira de cerca el punto final de su existencia, Bennett aún se resiste a la jubilación y ofrece una prestancia artística formidable.