Son varias frases sueltas. No hay gravedad ni ánimo de arrepentimiento. Es más bien el adiós del escritor con sus lectores. Es la página que cierra el libro. "La enfermedad como garantía de lucidez extrema", anota en ella Ricardo Piglia, en lo que es ahora la tercera parte de Los diarios de Emilio Renzi.
Titulada Un día en la vida, en esta entrega no hay ofuscación en las palabras. Por el contrario, cierta lucidez asoma sobre lo que sucede. También su autor tiene entre manos la historia de su pasado. Por eso al comienzo del diario agradece la ayuda en la transcripción "invalorable y sarcástica" de su asistente mexicana, Luisa.
Debido a los efectos de la Esclerosis Lateral Amiotrófica que padecía desde comienzos de 2010, su condición se volvió invalidante. Ese año se jubiló de profesor de la U. de Princeton (EEUU) y regresó a Buenos Aires. Finalmente en enero pasado, a los 75 años, murió Piglia, uno de los mejores narradores de habla hispana. Ganador del Premio Rómulo Gallegos con su novela Blanco nocturno en 2011; Premio Iberoamericano José Donoso 2005 y de Narrativa Manuel Rojas 2013.
Hace dos años, el autor nacido en Adrogué en 1941 decidió editar los cuadernos que apuntaba desde los 16 años. La noticia se la anunció a Jorge Herralde, fundador de editorial Anagrama. Así, en 2015 apareció el primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi, titulado Años de formación, que abarca la década de 1957 a 1967. El año pasado se publicó Los años felices, que reúne parte de sus apuntes desde 1968 a 1975.
"Me fascina la idea de un escritor que se aísla. En mi caso, la fantasía estuvo siempre ligada a la presencia de alguien que me espera. Quiero decir, estar solo pero que los demás lo sepan", escribe Piglia al inicio del tercer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, que se acaba de publicar en España. A fin de mes llegará a Chile.
El nuevo ejemplar arranca en el año 1976 y continúa con los cuadernos hasta 1982. Luego sigue el relato Un día en la vida, que es una narración en la que Renzi es el protagonista. Y la parte final, Días sin fecha, muestra anotaciones de los últimos años.
"Una de las características más notables de un diario es que está escrito para ser leído en el futuro", apunta Piglia con 36 años, en 1977. El primer semestre de ese año lo dedicó a hacer clases en la U. de California, en San Diego. "¿Qué me significará leer dentro de diez años lo del día de hoy? Ahora iré a hacerme un huevo duro", comenta entonces el autor de los relatos La invasión y Nombre falso.
Imagen pública
A fines de los 70 y comienzo de los 80 Piglia mantiene cierta rutina. Lee, escribe y fuma. Trabaja en una editorial en Buenos Aires y traduce títulos, por ejemplo, de Hemingway. Además, hace clases de filosofía a los "estudiantes psicoanalistas" y vende ensayos que desarrolla sobre la obra de Sarmiento y Roberto Arlt. Escribe una seis horas al día y consume una caja de cigarrillos. También anfetaminas.
"Ayer, el golpe. Me quedé leyendo esa noche hasta la madrugada y desde la ventana vi cómo los militares cortaban el tráfico", anota el jueves 25 de marzo de 1976. Dos días después se encuentra con el escritor Adolfo Bioy Casares. "Un señor amable y sutil que critica -el también- el golpe militar", dice en referencia a la dictadura de Jorge Videla.
En su diario, Piglia apunta que Videla se reúne con tres escritores: Borges, Sabato y Castellani. "Ser canalla no depende de la calidad del estilo", escribe. Párrafos después, registra: "En el cine, ayer, he visto a la mujer más bella de la ciudad". No dejará de ir al cine. Ve películas de Wim Wenders, Francis Ford Coppola y en su cuaderno, luego, reproduce noticias aparecidas en la prensa, como un accidente de tránsito.
"Terminar un texto (este diario, cualquier otro) con la frase: yo he muerto", dice y cuenta que se compró una máquina programada para jugar ajedrez. "Es a la vez idiota y muy inteligente: me ganó dos partidas".
Son los años en que trabaja en su primera novela. "Hace dos meses que estoy metido en Respiración artificial", anota sobre el ejemplar que apareció en 1980.
Mientras lee el diario de Bertolt Brecht, traduce la novela Despair (Rey, dama, valet) de Nabokov y reflexiona sobre la novela policial.
Está preocupado porque quiere bajar de peso. "¿Coquetería? No creo, más bien no soporto imaginarme a mí mismo como un 'gordo'". Pesa 67 kilos. "Cada vez más los escritores dependen de su imagen pública...", relata el autor de Plata quemada.
El narrador Héctor Libertella recibe en su casa al poeta chileno Enrique Lihn, donde llega también Piglia. Toman whisky y hablan de poesía chilena.
Da conferencias sobre el género policial y está preocupado por el acontecer político. Lee libros sobre el nazismo. Una biografía, por ejemplo, de Goebbels.
Su pareja de esos meses se llama Iris. Pero un día asiste solo al casino y pierde dos mil dólares. Apunta algunos sueños. Va al dentista: "Tengo la dentadura en perfecto estado".
A un año de la aparición de Respiración artificial se han vendido 7.500 ejemplares. Su condición laboral por fin se vuelve más estable. Después de enseñar filosofía a los psicoanalistas, prepara un curso paras los arquitectos. "Como siempre, no sé muy bien para qué sirve la plata, salvo que la uso para no trabajar", anota, después narra que entró a una librería y se compró ocho libros. Los enumera. También almorzó solo en la calle Talcahuano.
Visitas guiadas
Estaban guardados en ocho cajas. Los ejemplares, de hule negro marca Congreso, eran 327 cuadernos. Con esa cifra se tituló el documental de Andrés Di Tella, donde Piglia aparece leyendo algunos fragmentos.
Es evidente que el narrador hizo una edición de sus papeles para publicarlos en tres volúmenes. Sin embargo, da la impresión que en el último de Los diarios de Emilio Renzi la urgencia, producto de la enfermedad, hizo que incluyera menos material de los cuadernos.
"Un consultorio era un lugar familiar para mí", dice en una parte de los textos finales que se dividen en subcapítulos. Habla de la enfermedad y recuerda a su padre médico. "Paso la noche internado en el hospital de Princeton", anota.
Luego repara en "la proliferación de libros encontrados entre los papeles", de famosos autores muertos como Bolaño, Nabokov y Cabrera Infante. "Un grupo de escritores ha decidido ganarse la vida escribiendo novelas póstumas", señala y da la sensación que se ríe detrás de esas frases y otras que vienen. Carola, quien lo acompaña en EEUU, lee un libro del japonés Yasunari Kawabata. Piglia recuerda a un compatriota de ese autor, popular en la actualidad y exclama: "¡El insufrible Murakami!".
Lee las cartas de Saul Bellow. Cita algunos pasajes. Lo conmueve el suicidio del académico español en Princeton, Antonio Calvo.
Han pasado varios años. Regresa al dentista, quien le recomienda usar una placa de descanso. Y apunta un recuerdo cuando se despidió de sus alumnos de Princeton, quienes le regalaron un Kindle. "Para que actualice su modo de leer", le dijeron, incluyéndole las obras completas de Rosa Luxemburgo y Henry James.
Cuenta que usa una silla de ruedas y habla de una tradición de libros incompletos. "Proyectos que llevan la vida entera", y cita a Musil, Kafka, Flaubert y Macedonio Fernández.
"Morir es difícil (...) No puedo ya vestirme solo", cuenta y escribe que en la recova de Plaza Once una mendiga mató a otra por robarle una manzana.