La abdicación del rey Juan Carlos I cierra el mejor y más fructífero periodo de la monarquía constitucional en España. El primer rey de la misma dinastía borbónica que juró marchar el primero por la senda constitucional, Fernando VII, resultó muy pronto un rey perjuro. Su hija acabó sus días en el trono cuando aún no había cumplido cuarenta años expulsada, como imposible señora, por sus propios partidarios. El nieto de Isabel, Alfonso XIII, salió entre coplas de las gentes echadas un buen día de abril a la calle, como resultado, por cierto, de unas elecciones municipales.

La duración del reinado de Juan Carlos I ha roto esa especie de maleficio que ha llevado a España al primer lugar de la clasificación de reyes depuestos. La razón consiste en que, por vez primera en nuestra muy asendereada historia, la monarquía se ha reconciliado definitivamente con la democracia, y no porque desde el origen Juan Carlos haya sido un rey demócrata sino porque la Constitución de 1978 relegó al olvido una constante de las constituciones españolas del siglo XIX: que el Rey era, con las Cortes, soberano.

Liquidada la soberanía regia, convertidos pues todos los españoles en único sujeto de soberanía, España entró en un proceso de construcción de un Estado democrático que procedió a una profunda distribución del poder territorial con el desarrollo de las autonomías regionales. Dicho de otro modo, entró en un proceso del que las crisis son como una segunda naturaleza: no hay ejemplos en que las democracias se hayan prolongado durante décadas sin experimentar crisis profundas; la española, por sus frágiles bases en una desdichada historia, no podía ser menos, como ya en 1981 se puso de manifiesto.

Pero es propio también de las democracias, y solo de ellas, encontrar soluciones para las crisis que de manera intermitente amenazan sus fundamentos. En esta capacidad de encontrar caminos de salida a sus crisis, las democracias gozan de clara superioridad sobre las dictaduras o los estados totalitarios que, simplemente, se descomponen y acaban por hundirse. Por los recursos de que dispone, si no es asaltada desde el interior o desde el exterior por ejércitos rebeldes o conquistadores, las democracias acaban encontrando el camino para salir de sus crisis... hasta la siguiente.

Lo que sufrimos en España no es, como tanto se repite, el agotamiento de un supuesto "régimen" inventado en 1978. Lo que realmente sufrimos al menos desde hace una década, cuando se hizo evidente la necesidad de reformar la Constitución y las leyes que han dado origen al sistema de partidos, es la parálisis de los partidos políticos para abordar esa reforma. Pues si, en efecto, la democracia es el único sistema de poder que sufre crisis en la misma medida en que es capaz de superarlas, también es cierto que por su propia naturaleza toda democracia exige reformar y renovar sus cimientos y sus prácticas si quiere enfrentar los nuevos retos que plantea el paso del tiempo y la aparición de nuevos problemas y nuevas generaciones.

No se ha procedido a esas reformas y ahora solo queda, al parecer, decretar la muerte del llamado régimen del 78. Pues no; lo que queda por hacer es que las instituciones construidas durante estos años y los agentes que las administran recuperen la iniciativa perdida por completo desde que estalló la crisis económica, social y política en la que seguimos sumergidos. Instrumentos para recuperarla no faltan, lo que se necesita es ponerlos en acción, tomar decisiones, impulsar un profundo programa de reformas que eviten, por una vez en nuestra secular manía de tejer y destejer, partir de nuevo de cero, pensar que se puede edificar un futuro sobre un paisaje calcinado.

Por un azar, en el que no falta un elemento de virtud, de fuerza, esa renovación comienza por la cabeza institucional de nuestra forma de Estado. No es el mejor de los augurios posibles que haya ocurrido la semana después de unas elecciones en principio europeas pero suficientes para poner en estado de ebullición a un sistema de partidos que sus dirigentes habían creído eterno. Pero si esas elecciones, o su resultado, despiertan el alma adormecida de los dos exgrandes partidos y les induce a promover y consensuar con otras fuerzas políticas las reformas necesarias, la abdicación del rey habrá sido el último acto de un largo y fecundo servicio, no ya a la Corona, sino a la democracia, que es, al cabo, lo que más importa.