Gonzalo Jara, siempre criticado, siempre titular, cae de rodillas. En el piso se toma la cabeza y se emociona como un niño. Nadie se percata. Ningún compañero lo sale a abrazar. Él prefiere vivir ese momento así después de tantas pifias y reproches en su contra por largos años.
Pocos metros más allá Charles Aránguiz corre hacia una esquina con la cara llena de gol. El volante acaba de convertir el segundo tanto de la Roja ante España y todo el Maracaná se viene abajo. Después de 25 años, por fin el mítico recinto de Río de Janeiro era testigo de una proeza futbolística chilena.
La canción nacional, que antes del inicio se entonó a capela por treinta mil chilenos, emocionando hasta al más neutral de todos los presentes, sería el justo premio para los soldados de Jorge Sampaoli tras la victoria sobre el campeón del mundo. El pitazo final saca las primeras lágrimas en el plantel. También en algunos fanáticos en las tribunas. Eso sí, no hay vueltas olímpicas ni hombres en andas. Asumen que el camino es largo. Sólo se cumplió una meta en una tarde histórica.
Ahí está Aléxis Sánchez abrazado por Claudio Bravo. Todo el resto se les arrima en la mitad de la cancha. La herida de hace cuatro años se cerraba en el Maracana. Ahora se abría otro sueño. Más allá, Vidal y Medel celebran a su modo, arengando al público. Sebastián Beccacece los saluda a cada uno a la salida de la cancha con un palmetazo.
A esa altura, Jorge Sampaoli ya estaba en el camarín. Su desgaste durante los 96 minutos que duró el partido fue tremendo. El DT lo vivió a su modo, con la adrenalina a mil. Pierde todo, desde la compostura hasta el reloj, que se le cae al piso de tanta gesticulación por el gol perdido por Eduardo Vargas en el inicio.
El técnico corre de un lado a otro, mira a Sebastián Beccacece, reparte indicaciones a quien pasa a su lado, pero nadie parece escucharlo. Realmente no sabe lo que pasa en la cancha en esos primeros 25 minutos. Chile pierde fácilmente el balón, persigue a los volantes españoles y Claudio Bravo empieza a convertirse en figura.
El miedo escénico gusta llamarlo Jorge Valdano cuando la atmósfera maneja los músculos de los futbolistas por largos pasajes. Varios, como Eduardo Vargas, Charles Aránguiz e Iker Casillas, están nublados. Curiosamente, los tres serían directos del primero gol de Chile. Pase del volante, control y dribleo del delantero, arquero desparramado. Tres actores para una escena que hace estallar al Maracaná y a Sampaoli, que no haya con quien abrazarse.
Chile es una fiesta, allá y acá en el Maracaná. Sampaoli sigue siendo un torbellino hasta el final, como cuando le reclama al cuarto árbitro los seis minutos de adición. Sólo se paraliza con la lesión de Charles Aránguiz. Reza para que no sea nada grave. Lo quiere sacar de inmediato, pero el volante se niega. Su valentía dura apenas unos minutos porque el DT no quiere correr riesgos.
Del Bosque lleva la posesión por dentro. Se intenta agarrar los pocos pelos de su cabeza tras cada pase fallido de sus volantes. Su generación dorada vive un funeral y los pocos que tienen una chance, son los equivocados. Como cuando Busquets se pierde un gol solo debajo del arco en el segundo tiempo.
Iniesta parece ser el único que le da confianza. El resto está desaparecido. El campeón del mundo tiraría la toalla incluso antes de que terminara el partido. Abdicó el candidato. Es como que nunca salió el avión con ellos desde España. Sus hinchas tampoco dan señales de vida en las tribunas, agazapados entre la marea roja.
"Diego, brigado", cantan los brasileños, ironizando con la nacionalización del ariete de Atlético Madrid, que vive una pesadilla cada vez que toca el balón. Ni hablar cuando fue sustituido por Fernando Torres. Su tarde terminaba de la peor manera, como sucedió ante Holanda.
El hincha local festina con Costa y se divierte, tanto como los chilenos que entonan el "teterereteretete" cuando sale a calentar Valdivia detrás del arco de Bravo. La fiesta es total dentro y fuera de la cancha. La inició Vargas. La cerró Aránguiz. Río de Janeiro es chileno. Jara, también.