Al caminar por la 108 Street, llegando a Northern Boulevard, en Queens, una zona de Nueva York donde predominan los latinos, llama profundamente la atención un restaurant con letrero de color blanco, azul y rojo, cuyo nombre es Las llaves de Chile. Una mariposa con la estrella solitaria de la bandera nacional y dos huasos bailando cueca adornan la fachada de este humilde y acogedor establecimiento.
Una pancarta con fotos de empanadas, completos, churrascos, pan amasado, pastel de choclo, palta rellena, brazo de reina y chorrillanas, entre otras comidas típicas, invitan a pasar. Pero además de las preparaciones nombradas anteriormente, se ofrecen chocolates Trencito, Sahne-Nuss, Nescafé o Negritas. La sensación de estar en Chile resulta entonces real, impactante.
"¿Sabe por qué este restaurant se llama así? Porque aquí las puertas están abiertas para todos. Para los chilenos, los salvadoreños, los estadounidenses, los colombianos, ecuatorianos, mexicanos, para todos. No discriminamos. Por eso tengo esa mariposa pintada como la bandera chilena, porque este espacio es de amor, de dulzura, un lugar de encuentro, para la familia", explica Enrique Urbina, un chileno de 55 años, quien a duras penas consigue disimular la emoción mientras habla.
Agobiado por la crisis asiática y los problemas económicos, decidió abandonar Chile y probar suerte a miles de kilómetros de distancia. "Llegué el 15 de marzo de 1998. Un amigo me dijo que aquí podía ganar dinero, pero las cosas cuando las hablan allá, son muy diferentes al llegar aquí. No ha sido fácil. Dejé tres hijos allá, con su mamá. La cosa en Chile no estaba bien, estaba estrecha. Yo había perdido dos puestos en la feria, uno en la avenida Argentina y otro en Achupallas, en Viña del Mar. Soy de Valparaíso. Tenía que alimentar a mis hijos y darles educación. Así llegué acá, con 30 dólares en los bolsillos", relata el dueño del recinto, mientras una familia de chilenos almuerza en una de las mesas del lugar.
En las paredes cuelgan una bandera chilena y otra de Estados Unidos. También hay cinco chupallas y dos ponchos de huaso, que le dan un ambiente patrio y "dieciochero" a este rincón de Norteamérica. Afuera llueve, pero hace calor, aunque no más del que hace al interior de Las llaves de Chile, donde un televisor gigante exhibe los noticiarios de la tarde de los canales nacionales.
"Los días viernes, sábado y domingo esto se llena. Los sábados hay cantantes chilenos que vienen a tocar música en vivo; un guitarrista, otro que toca el acordeón y uno que toca el charango. Este local lo tengo hace siete meses, más o menos, pero de a poco se van pasando el dato los mismos chilenos, porque me he dado el sacrificio de traer en containers e ir a buscar a Pensilvania los productos de nuestro país, como las Negritas, Súper 8, las gomitas de eucaliptus o el mote con huesillos. Aquí esto se llena para los partidos de la Roja en las Eliminatorias para el Mundial. Tengo que poner más mesas que las que usted ve cuando juega la Selección", revela.
Como hicieron también otros chilenos residentes en Estados Unidos, Enrique aprovechó que el equipo dirigido por Juan Antonio Pizzi jugaba cerca para trasladarse en su auto a Boston y a Filadelfia, para poder ver al conjunto nacional disputar la Copa América Centenario. "Por un lado sentí felicidad, pero por otro decepción", dice en tono crítico.
Urbina, quien administra el restaurant con su pareja Maritza, de nacionalidad colombiana, trabaja en la construcción. Ese es su rubro principal. "En Chile no trabajé nunca de maestro, eso lo aprendí acá. Aquí aprendí a leer planos, a tomar medidas, a entender el sistema, el idioma. Aquí aprendí a vivir. Le doy gracias a Dios, que me trajo aquí, y me dio ese privilegio de superarme. No me arrepiento. Sufrí al principio, pero fue una buena decisión, porque este es el país de la oportunidad", asegura.