Una contribución al debate
<font face="tahoma, arial, helvetica, sans-serif"><span style="font-size: 12px;">Urge reformular los museos con estándares internacionales, o de lo contrario será difícil ganarse la confianza de quienes hoy adquieren arte y podrían desear mostrarlo.</span></font>
LA MUESTRA de la colección de Juan Yarur posee varios núcleos de tensión que la vuelven especialmente atractiva. Por eso es reconfortante que, tras recuperar las dos obras de Damien Hirst que fueron robadas hace una semana, el MAC y la fundación que preside el coleccionista confirmaran la continuidad de la exhibición.
De entrada, hay que hacer notar que es la primera vez que se expone en un museo la colección de arte contemporáneo de un privado chileno. Pero Yarur no es el único ni el más grande. Los coleccionistas locales son reacios a compartir su acervo con el público local. Tampoco se da en nuestro país lo que ha permitido el desarrollo de los grandes museos estadounidenses, en los que muchas familias que se han enriquecido sienten que una forma de retribución al país es donar las obras de arte acumuladas.
En esto hay un componente importante de idiosincrasia y otro tanto de responsabilidad de las instituciones públicas. Después del robo de la semana pasada, por ejemplo, nos enteramos que el MAC no posee un sistema de alarmas ni suficientes guardias. Esta es la realidad nacional, no sólo de este museo. ¿Cuántos cuentan con financiamiento para pagar los seguros que exigen las exposiciones internacionales? ¿Tienen bodegas adecuadas para la conservación de las obras? Sin duda, urge una reformulación de los museos. Las cosas deben hacerse con los mayores estándares internacionales, al igual que en otras áreas, porque de lo contrario será difícil ganarse la confianza de quienes hoy adquieren arte y podrían desear mostrarlo.
Con este punto entramos a uno de los temas críticos que implica ver la muestra de Yarur, pues refleja que la inversión de un privado es superior a la de los museos, en gran medida porque éstos no cuentan con dinero para implementar una política de adquisiciones. Se asume que los artistas deben donar sus obras y éstos, con justa razón, sienten que no tienen por qué regalar su trabajo. Lo que ocurre al final es que entregan una pieza, pero no la más valiosa de su producción. La labor de nuestros museos, entonces, está más orientada a la difusión que a convertirse en reservas del patrimonio cultural de una cultura y una época.
La colección de Yarur también cristaliza una discusión que se viene dando desde los años 60: la disolución de las fronteras que dividen la alta cultura y otra popular, masiva y de alto impacto. Hace no mucho, en un encuentro en el CEP, Vargas Llosa calificaba a Hirst como un vivaracho que se ha aprovechado de la confusión que impide distinguir entre lo hermoso, lo nuevo, y lo que sencillamente es fuego fatuo.
En la otra esquina se ubican críticos como Will Gompertz, para quien el hecho de suscitar polémica y alcanzar cifras millonarias no va en detrimento de la potencia, el significado y la proyección de la obra. Los animales de Hirst o el cráneo humano cubierto de ocho mil diamantes nos interpelan sobre la ostentación y la vanidad de una época que, a cada momento, demuestra su pavor a la decadencia del cuerpo. Duchamp, Bacon y Rauschenberg planean por sus instalaciones de la misma manera en que Munch y Egon Schiele lo hacen por los dibujos de Tracey Emin, otra de las grandes artistas que está en la exposición del MAC.
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