En 2009, el intelectual francés Didier Eribon publicó un libro que se alejaba de todo lo que había escrito hasta ese momento. No se parecía a sus ensayos sobre sexualidad y minorías, ni a su celebrada biografía de Foucault ni a sus conversaciones sobre el arte y la ciencia. Era una autobiografía, un regreso a su propio origen: el de un hijo de padres obreros, nieto de campesinos y trabajadores. Parte de un linaje acechado desde siempre por la pobreza y el desamparo. Regreso a Reims, se llamó ese libro, aludiendo a la ciudad en la que Eribon creció, una urbe partida en dos: de un lado la burguesía, del otro los trabajadores, el sitio que ocupaba su familia. El intelectual reconstruyó a través de sus parientes la relación que existía entre ese mundo y la política durante las décadas del 50, el 60 y el 70. Las formas de vida de los obreros de un país que prosperaba durante la posguerra y el modo en que la izquierda francesa se relacionaba con ese universo. No hay una gota de romanticismo en esos recuerdos. No son las calles de París alborotado por las revueltas del 68 las que describe, tampoco las aulas de Nanterre; Eribon revela miseria y brutalidad de las barriadas sin encanto de la provincia. Evoca la ignorancia y la violencia como rasgos cotidianos, pero también la forma en que la política representaba una esperanza; en la vieja izquierda francesa ese pueblo contemplaba un reflejo de sí mismo. Cuando Eribon regresó a Reims notó que aquel antiguo lazo ya no existía. Era un pueblo a la deriva, acompañado sólo de su resentimiento. Un día su madre, que durante décadas había apoyado a la izquierda en las elecciones, le confesó haber votado por el Frente Nacional. La mujer que de sirvienta adolescente había pasado a operaria de una industria, estaba dándole su beneplácito al fascismo.
Luego del triunfo de Emmanuel Macron en las elecciones francesas del domingo, aquella sin socialistas en la papeleta, comenzaron a difundirse los detalles del electorado: la mayoría de los obreros del país había votado por Marine Le Pen, la candidata ultraderechista. Cuando leí eso, recordé el libro de Didier Eribon, lo busqué y encontré la siguiente frase subrayada: "Los partidos de izquierda y sus intelectuales, tanto los que estaban en el Estado como los de partido, empezaron a pensar y hablar en la lengua de los gobernantes y no en la lengua de los gobernados, comenzaron a expresarse en nombre de los gobernantes y ya no en nombre de los gobernados y, por ende, adoptaron la mirada que los gobernantes tienen sobre el mundo, rechazando desdeñosamente la mirada de los gobernados".
Si es que puede hacerse una analogía entre lo que ha sucedido en la política francesa y lo que está sucediendo en Chile, esa comparación podría concentrarse en aquella frase de Didier Eribon que subrayé.
No es de extrañar que Sebastián Piñera, un candidato de la derecha más conservadora, desde su sitial de magnate, nos indique al resto que es de mal gusto hablar de plata como una manera de acallar las preguntas sobre el manejo de su fortuna. Esa expresión, más que una sugerencia inocua, es una señal de pertenencia de clase que pasa por encima de lo que la realidad que nos sugiere desde hace años: que si hubiéramos empezado a hablar de dinero antes, nos habríamos ahorrado muchos escándalos, montos considerables de descrédito político y millones en corrupción. El problema es justamente ocultar y silenciar los asuntos de interés público. Sin embargo, es un gesto propio del privilegiado determinar qué es lo que se puede decir y qué no. Los chilenos tenemos mucha experiencia en ese ejercicio y hay muchísima gente que votaría gustosa por quien les hable golpeado y que en lugar de ofrecer explicaciones se dedique a contarnos sus recuerdos de familia, como si su rol consistiera en brindarnos clases de buenos modales.
Lo realmente extraño aparece cuando un partido que se arroga la representación de los trabajadores, del pueblo, se haya sumado a una cultura de la que se suponía debía guardar distancia.
En las cuentas del Partido Socialista que dio a conocer esta semana un reportaje de Mega, puede que no haya nada ilegal en absoluto -un argumento que suele esgrimir su principal adversario para explicar el alcance de sus negocios-, pero de un partido con su historia se espera mucho más. La manera que ha usado el Partido Socialista de incrementar su patrimonio -recuperado en democracia luego de ser incautado en dictadura- es una señal de que la renovación de la izquierda chilena alcanzó umbrales que acabaron desdibujando su identidad. Lo que el Partido Socialista muestra es un discurso sin vida, una escenografía de frases hechas que prometen por una parte separar la política de los negocios, pero que en su trastienda invierte en la Bolsa y busca ganancias en empresas que suelen entrar en conflicto con las comunidades despojadas de poder. Los dirigentes socialistas parecen haber abandonado hace mucho el idioma de las barriadas y haber tomado muy en serio aprender el coa del mundo financiero.
Parafraseando a Eribon, la lengua de los gobernantes se ha impuesto y no hay ánimo alguno de siquiera hacer un esfuerzo por hablar otra.