La copa en que Emilio Onfray estaba tomando vino se vació antes de que la dejara sobre una de las mesas que esa tarde instalaron en el segundo piso del Museo de Bellas Artes para recibir a cerca de 200 personas. Onfray, estudiante de Licenciatura en Bellas Artes en la Universidad Arcis, llevaba más de una hora en la muestra del artista gráfico Guillermo Frommer –de quien era alumno- cuando sin dar aviso bajó hasta el subterráneo del museo buscando un baño. Pocos se percataron de su presencia y nadie lo vio bajar.

Los pasillos que el joven, de entonces 20 años, recorrió estaban completamente oscuros, y él, que apenas veía los pasos que daba, ingresó como si fuera una osadía bajo el umbral de todas las puertas que encontró abiertas. La búsqueda lo llevó por inercia a la sala Matta, donde se albergaba una única e importante exhibición: el Torso de Adèle, del francés Auguste Rodin (1840-1917), considerado el padre de la escultura moderna.

No hubo ningún sonido que alertara a los guardias de su presencia, ni criterio personal que lo hiciera recapacitar. Quedaron de frente: la escultura y él. Onfray no pensó alternativas. Tomó la obra de Rodin -que pesaba 20 kilos-, la introdujo en su mochila y caminó hacia la salida principal del museo en donde se encontró, sentado en las escaleras, a Boris Campos, su amigo y única persona a la que le confesó el robo de esa tarde. "Tengo el Torso de Adèle en mi mochila", le dijo.

Poco antes de ese 16 de junio de 2005, Onfray guardó un documento en su computador bajo el nombre "Proyecto de sistemas de vulnerabilidad". Allí, escribió sobre el plan de sustracción de una escultura por un período "de 14 días (para) ver lo que pasa como respuesta social, intriga desde el habla (...) preguntas del cómo y por qué lo hizo". El proyecto tenía tres fases y la idea, según consigna el archivo, era "vulnerar el ojo vigilante, pero sin deseos de robo, ni hurto, ni daño. Sólo un préstamo determinado".

En él, sin embargo, no se menciona a Rodin ni el Torso de Adèle, obra valorada en medio millón de dólares. Al final de la primera página del plan, una frase suelta y solitaria cerraba el inicio del plan de Onfray: "La pérdida trae devuelta a la memoria lo que no está".

"Yo no soy ladrón, yo soy un artista"

Los padres de Emilio Onfray se separaron cuando tenía ocho años. Desde entonces -y hasta hoy- vive junto a su madre en la comuna de San Miguel. A su padre no le vio la cara ni volvió a escuchar su voz nunca más. La última vez que supo de él fue justamente en 2005, el mismo año en que cometió el robo, cuando Onfray estaba haciendo fila para cobrar el cheque que su padre le mandaba todos los meses a modo de pensión. "El caballero se murió", le dijo la cajera esa vez. Él, afirma Cristóbal Valenzuela, director del documental Robar a Rodin, basado en el robo en el Museo de Bellas Artes, entró en shock.

La conclusión de Valenzuela sobre el estado emocional del joven es el resultado de largas jornadas escuchándolo y compartiendo con él. Onfray se ve locuaz explicando los motivos del robo en pantalla, aunque lo cierto es que es reservado. El cineasta siguió la historia del robo de cerca, como alumno regular de la escuela de cine de la Arcis. "Onfray iba un año más abajo que yo. En ese tiempo yo iba en tercero. En la universidad siempre hubo cierto orgullo de ser una escuela subversiva, pero lo de él era un perfil diferente", dice Valenzuela.

Desde que ocurrió el robo le quiso seguir la pista al desenlace "porque era una historia policial que se prestaba mucho para una comedia y también me ayudaba como herramienta para hablar de temas de arte, cosa que siempre me ha importado", afirma Valenzuela. Tres años más tarde y con el caso resuelto en la justicia, el director buscó a Onfray bajo una sola pregunta: "¿Qué habrá pasado desde el día del robo hasta ahora con él?". En redes sociales el joven no existía. Tampoco sabía el domicilio. Sólo a través de conocidos que compartían por Arcis, establecimiento al que Onfray no pudo volver después del robo, pudo concretar el primer acercamiento.

Pese a los múltiples ofrecimientos de dar una versión oficial ante los medios, Onfray se opuso sólo hasta conocer a Valenzuela en 2008. "Me llamó la atención su simpleza. El iris de Cristóbal es obsesión pura. Me llama la atención, porque yo también soy obsesivo. Me gustó que en el documental jugara con el límite entre el arte y la justicia", dice Onfray. Entonces, se juntaron para reconstruir el día en que desapareció el Torso de Adèle en el Museo de Bellas Artes.

La investigación tuvo contrapuntos no resueltos que hoy divierten a los espectadores del documental -que se estrena este 2 de noviembre en salas comerciales-, pero que en 2005 fueron un infierno para el entonces director del museo, Milan Ivelic, y el ministro de Educación de la época, Sergio Bitar.

Según la carpeta de investigación, la declaración de Onfray omite los detalles de la noche que pasó junto a la escultura. "Mi deseo era retirarme lo más rápido posible del lugar. A la única persona que le comenté lo sucedido fue a mi amigo (...) con quien fuimos al parque aledaño a tomarnos un vino y finalmente nos separamos. Yo me fui en taxi a mi casa", consigna la declaración policial de Onfray.

Las versiones de quienes estaban en el lugar –que inmediatamente pasaron a ser sospechosos del robo, al igual que el expositor Frommer-, fueron tres. El primer trascendido es que después de consumir alcohol en el Parque Forestal, Onfray caminó hasta el Paseo Ahumada para vender la obra a dos mil pesos y poder comprar más vino. Como nadie le compró la pieza, se devolvió en taxi a su casa.

Hay otra versión: el joven estudiante no sólo se encontró con Boris afuera del museo de Bellas Artes. También había más amigos en las escaleras de la entrada principal a quienes Onfray les mostró la obra. Le preguntaron a coro por qué la tenía, aunque ninguno recibió una respuesta concreta. Posteriormente se fueron a un departamento donde la escultura de Rodin figuraba en el centro de la mesa. Los jóvenes, se decía, hacían fiesta alrededor de ella.

El último trascendido es sólo una extensión: en la fiesta, los jóvenes sacaron una bolsa, "un pocket mágico y dijeron: 'hagámosla como los king'", asegura el director del documental. Al poco rato, vertieron cocaína sobre el Torso de Adèle y comenzaron a jalar en las cavidades de la obra. Luego de alguna de esas tres historias, que Onfray califica después de 12 años como "un verdadero mito", el joven tomó el taxi camino a San Miguel.

Al llegar a su hogar le mostró la obra a su madre. "Le dije que me la gané", consigna la declaración policial de Onfray. Ella sólo le dijo que estaba pasado a trago. En su habitación el joven tomó cuadernos para realizar bosquejos de la obra que tenía en su poder. La ansiedad lo hizo dormir poco. El plan que había ideado en un documento de Word estaba en marcha y tenía que pasar 14 días con la obra para cumplirlo a cabalidad.

La mañana siguiente se había corrido la voz del robo hasta el Museo de Rodin en Francia. El primer extra noticioso -y que aparece en el documental- fue de TVN. "Ahí me urgí", recuerda Onfray. No llevaba siquiera un día con la obra y el escándalo se había desatado. Se movilizaron las autoridades y Onfray se asustó. "Es que hay un límite muy delgado entre arte y justicia o arte y delincuencia. Y yo no soy ladrón, yo soy un artista", señala.

El protegido de la penitenciaría

Hace 12 años, las cámaras de seguridad del Museo de Bellas Artes no tenían sistema infrarrojo, por lo que saber si es que alguien rondaba el lugar de noche era casi imposible. Por la forma que tenía la obra de Rodin, tampoco se podía poner una alarma alrededor de la escultura. El robo pudo haber quedado en la clandestinidad tal como ocurrió durante dos años con la La Gioconda, en el Museo del Louvre en París en 1911.

A Emilio Onfray, que hoy tiene 32 años, se le traba la lengua. Tiene la frase "en todo caso" como muletilla y no se mueve del perímetro de San Miguel. "Acá están las mujeres que me han visto crecer, las que estuvieron cuando mi padre, a quien prefiero no llamarlo padre, se fue", dice. Desde esa comuna salió en dirección de la 50° comisaría de San Joaquín para devolver la obra que, en un principio, dijo habérsela encontrado en unos matorrales.

Debido a la inconsistencia de su declaración, fue interrogado una vez más ese 17 de junio de 2005. En esa segunda oportunidad aceptó haber hurtado la escultura. "Me detuvieron y fue una de las cosas más humillantes que me han pasado. Me encerraron en un calabozo. Fue solitaria, fría y húmeda la noche. En la mañana un paco de un metro noventa me dijo: '¿Vos soy el que dejó mal al país?'". Onfray contestó que sí.

El robo fue justo el día en que empezó a correr la reforma procesal penal en Santiago. "Bajo el sistema antiguo a Emilio le habrían dado cinco años y un día de cárcel", asegura Valenzuela. Como establecía el nuevo sistema, la Defensoría Penal Pública le asignó al entonces imputado un abogado. Además, el hecho de que el joven devolvió la pieza robada, que no tuviera antecedentes penales y que el delito fuera considerado leve, le permitió a su defensa negociar una salida alternativa.

"Mi miedo era haber cometido un robo así, que no me escucharan nada y que me hayan metido a un calabozo. Creo que siempre he tenido suerte y he sido bendecido en algunos aspectos también", reflexiona Onfray, quien fue objeto de una suspensión condicional del procedimiento jurídico bajo la condición de pedir disculpas públicas a su universidad, al museo de Bellas Artes y al país, además de trabajar un día a la semana durante un año en la biblioteca de la ex penitenciaría.

El joven cumplió todo. En la penitenciaría, recuerda, "el libro que más me pedían era El arte de la guerra de Sun Tzu y A sangre fría de Truman Capote". Quien custodiaba la biblioteca era un ex gendarme en retiro que lo protegía tal como los internos que recurrían frecuentemente al catálogo que se manejaba dentro de la cárcel.

Tras una sanción, su carrera universitaria la terminó en otra casa de estudios, dejó de hablar con muchos de los jóvenes que antes frecuentaba y se alejó de las redes sociales, en donde recibía felicitaciones e insultos por el hurto. "Mi vida no ha cambiado demasiado y tampoco me gusta hablar de mis cosas personales. Sigo haciendo arte de diferentes maneras", dice.

Cristóbal, ¿cómo manejaste el límite entre la información y la intimidad de Onfray en Robar a Rodin?

Onfray es frágil. Todo lo que sale en la película son cosas que aceptó que salieran, pero es una persona de trato delicado. Si hubiésemos querido habríamos puesto archivos personales que hubieran sido una humillación absoluta, siendo incluso que la historia en sí y los archivos que están en la película ya son humillantes.

El robo -confiesan los involucrados en el documental- fue un bochorno. Las deficientes medidas de seguridad del museo estuvieron cuestionadas por años. Pese a todo, un día después del hurto el museo recibió a más de 300 mil asistentes que fueron a ver la sala en la que estaba el recuperado Torso de Adèle. El proyecto en que Onfray escribió "la pérdida trae devuelta a la memoria lo que no está", y que hacía alusión a su experiencia, se cumplió.