Paradójicamente, son de izquierda y no de derecha los historiadores más interesados en hacer una historia del capitalismo en Chile. Según el reciente libro de Gabriel Salazar, Mercaderes, empresarios y capitalistas, esto tendría una explicación. Ocurre que, desde la Independencia, lo que entendemos por institucionalidad política no habría sido más que un Estado dictatorial -creado por Portales-, concebido para mantener militarmente el orden, explotar a las clases populares y dedicarnos como país a lo único que el patriciado local sería capaz: constituirse en mero intermediario mercantil, importar y comerciar bienes a cambio de exportar materias primas de menor valor. Portales lo entendió muy bien; Portales era comerciante, el patriciado local también lo fue. Nada, sin embargo, que pueda reconocerse abiertamente.
La tesis, como se puede apreciar, es una carambola perfecta. Niega el potencial local para modernizarnos, a no ser que sea promovido por intereses económicos foráneos (palo a los nacionalistas). Resta valor a los pocos empresarios que podrían demostrar algún grado de empuje y capacidad de capitalización (palo a los neoliberales actuales o retrospectivos). Niega cualquier mérito al desarrollo institucional alcanzado, salvo haber cumplido tareas puramente disciplinarias y coercitivas (palo a los liberales auténticos). Tacha de mitómana al grueso de la historiografía nacional, porque siendo más conservadora que de izquierda, ¿de qué ha servido sino para cegarnos frente a nuestra única y pérfida realidad estancada? (palo a los conservadores).
Un solo poder -el capital extranjero- ha reglado nuestro devenir histórico republicano, afirma Salazar. Siempre hemos sido lo que somos: un país subdesarrollado y dependiente. Fue así durante la Colonia (palo a los colonialistas), siguió siéndolo durante el siglo XIX, y aunque en el XX nos autonomizamos quizá un poco gracias al Estado interventor entre 1938-1973 (guiño a los desarrollistas), qué le vamos hacer, hemos vuelto al modelo estructural desde que la dictadura reciente -obvio que "portaliana"- nos devolvió a la lógica que no ve otra lógica posible (palo al pinochetismo y al concertacionismo, por separado y coludidos en mortal abrazo).
Evidentemente, la tesis es insostenible. Se pega demasiados saltos anacrónicos. Presume continuidades que no pueden ser (la historia registra algo más que inercia estática). Abusa del monocausalismo. Peca de simplista cuando da a entender que los únicos patricios que vale atender son los con plata. Es más, suena "dependentista" en exceso, y eso que el dependentismo como tesis dejó de convencer hace rato. Debe demasiado a las erradas interpretaciones de Alberto Edwards, Francisco A. Encina y Mario Góngora, que se obsesionaron con la figura de Portales, aunque es mérito indiscutible de Salazar -"chapeau"- haberle agregado este nuevo giro económico al cuento de siempre. Desvaloriza la autonomía de lo político que el marxismo en su versión más heterodoxa (¡cómo olvidar a Gramsci!) terminó por admitir; no todo es economía, no a menos que se quiera uno adscribir a esa fauna neoliberal simplista que materializa todo. Tampoco se conceden cambios, esenciales a veces, en el mismo capitalismo y que explican su capacidad de adaptación y persistencia.
En fin, a esta tesis se la puede refutar desde tantos o más ángulos que los múltiples que abre legítimamente a la discusión.
Dicho lo anterior, me parece notable haber escrito un libro de casi 800 páginas (¿quién lo hace en Chile en un solo tomo?); haberle dedicado 34 años a la investigación; haber comprendido directa e indirectamente periodicidades formidables, desde la Colonia a nuestros días; haberle seguido la pista a numerosos comerciantes, sus negocios, nexos coetáneos, y generaciones posteriores; haber explicado complejísimas operaciones mercantiles -agotadoramente aburridas, así al menos me lo parecieron al leerlas- a fin de develar un sistema intrincado, su propósito y blanco.
Y eso que, alabando este tratamiento titánico de dimensiones no menos monumentales, ni siquiera estoy dando cuenta de sus muchos otros méritos más sutiles. Como cuando Salazar pareciera hablar en parábolas; cuando deja a un lado el análisis y simplemente narra; cuando hablando del pasado pareciera referirse subliminalmente al presente; cuando tipifica y acuña términos; cuando se confirma por lo que es, magistral en su rescate de sujetos en su contexto no sólo real y material, también ideal, filosófico y sociológico. De todos nuestros historiadores, Salazar es el que mejor calza con lo que, en su momento, se denominó y aspiró a ser "historia total". Por último, ¡qué desafío el que ha legado a los historiadores del capitalismo, no de izquierda, que se atrevan a recoger el guante! "Chapeau", de nuevo.