Valparaíso subterráneo
Este es el Valparaíso del que nadie habla y que pocos conocen. Justo debajo de la clásica feria porteña instalada sobre la Avenida Argentina se esconde la bóveda que sostiene a esta ciudad. Son varias cuadras donde reinan el silencio y la oscuridad, lejos del ruido y la urgencia que se pasean por la superficie. Nos metimos allí con linterna en mano.

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Un pequeño barco de plástico reposa en una pila de barro y papeles como si fuera la improvisada miniatura de un naufragio. Más allá, un CD de la película "Spiderman" refleja la poca luz de modo turbio. El disco baila en un arroyuelo que tiene como destino el mar, que queda a varias cuadras. Al fondo, se ve el contorno de una cueva que está bajo el cerro O'Higgins y desde donde proviene la bajada del agua de esteros subterráneos y quebradas de Valparaíso.
Sobre ese lugar había un viejo bar que se quemó. Acá abajo, no hay memoria de ello: el techo está cubierto de telarañas. Arriba está la feria de la Avenida Argentina que se deshace en informales puestos. Los feriantes venden ropa vieja y cachureos. Abajo, la oscuridad se extiende por varias cuadras. El aire es frío, y el sonido del agua aumenta la sensación gélida; es el único ruido que se siente. El mundo de arriba no existe. Si se camina en línea recta, siguiendo el curso del agua, está el mar. Todo termina ahí. Las cuadras desembocan en un lecho de piedras. A veces, los temporales hacen que el mar entre a la bóveda. Lo que trae la ola se topa con lo que baja del cerro. Acá llega lo que Valparaíso olvida.
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Arriba, en el bandejón central de la Avenida Argentina, en uno de los corazones del barrio Almendral, líneas de pintura indican la posición de los espacios de la feria que se instala miércoles, sábados y domingos. La feria comienza en calle Colón y termina frente al Congreso. Los miércoles y sábados se vende frutas y verduras; los domingos, juguetes y ropa. Lo que importa son sus bordes, donde se instalan vendedores de ropa y libros usados y de herramientas. Ahí caben letreros luminosos y maniquís, peluches polvorientos, cabezas de modelos de yeso, casetes grabados en casa.
Acá, antes, pasaba un estero. Le llamaban Las Delicias o Las Zorras y traía el agua de las quebradas. Este definía uno de los límites del Almendral. Ahí, el estero traía el agua de lluvia que bajaba de los cerros y quebradas y salía por ahí, hasta llegar al mar, en Barón. Sobre él, trazaron puentes, líneas de tren y tranvías. A veces, el agua subía e inundaba el Almendral. En sus orillas se construyeron iglesias, colegios, locales comerciales. A veces, venía un terremoto y botaba todo. La ciudad creció haciéndose sobre sus propios escombros.
La feria siempre estuvo ahí: los comerciantes vendían hortalizas cerca del estero. En 1932 lo taparon por completo, abovedándolo. Fue una medida de higiene para la ciudad. Tal como había ocurrido en la Europa del siglo XIX.
Por eso, el estero quedó corriendo de modo subterráneo, a través de una gran bóveda que llega al mar.
Arriba, a cuadras de la feria, cerca del muelle Barón, estaba el Gasómetro -que proveía de gas a la ciudad- y la Universidad Católica. Más acá, a alguien se le ocurrió instalar el Congreso para levantar el barrio. No pasó: el edificio rompió la estética del área. La única arquitectura que revelaba algo de civilidad estaba en el entorno: las casas de los cerros y las viejas construcciones del Almendral. Pese al Congreso, la feria siguió ahí. La economía informal de la ciudad se movía frente suyo, con la intensidad de una población que resiste el día a día. Al Almendral no llegaron los discursos patrimoniales: no se puso de moda como los cerros Alegre o Concepción.
Los últimos 10 años, la avenida sufrió cambios radicales. En la iglesia de Los Doce Apóstoles encontraron una cripta con un osario del siglo XIX. A pesar de que el Congreso siguió ahí y que nadie pudo mover la feria, el resto del paisaje mutó. Construyeron edificios gigantes; el Gasómetro cerró y se edificó un hipermercado. Los clásicos locales de zapatos del pasaje Quillota se convirtieron en una multitienda. El ascensor Barón quedó detenido en medio de la subida.
En 2006 descubrieron que los soportes de la bóveda subterránea estaban rotos. El piso podía ceder. Por ello, instalaron pilares de madera para reforzar la estructura del túnel. Las tapas para entrar a él -que estaban hechas de madera-, fueron reemplazadas por otras de cemento. Ya no es tan fácil abrirlas.
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La historia del subterráneo, que nunca ha estado abierto a público, es la del inconsciente de la ciudad: pedazos de cuentos que los porteños recuerdan a ratos. Cuando vienen los temporales y el estero sube desde abajo, está el riesgo de que la Avenida Argentina se inunde. El mito urbano dice que en esas inundaciones los niños se caen por los agujeros y se los lleva el agua. Sus cuerpos terminan perdidos en el mar. Pero este mito era sólo la cara visible de otra realidad: bajo las tapas yacía otro mundo. Los carteristas de la feria, para escapar de la policía, se escondían abajo. En los días del golpe, el 73, hubo gente que se refugió abajo para huir de las balaceras que asolaron Valparaíso.
Abajo, no hay iluminación y funciona otro sentido del tiempo. Quien se mueva en estas 10 cuadras y a través de estas dos galerías de una extensión de más de un kilómetro y medio, debe guiarse con linternas, mirar el suelo con cuidado y evitar las telarañas. Las únicas señales de escritura son las marcas pintadas que dejaron los ingenieros sobre el muro de cemento: el alfabeto secreto de quien alguna vez edificó estos túneles.
El silencio del subterráneo es inversamente proporcional a la vida de la superficie. Nada llega acá, ni el ruido de las bocinas, ni los gritos de los feriantes, ni las risas de los escolares. Caminar en el subsuelo es, en cierto sentido, un tour: las calles de una ciudad invisible y silenciosa que yace bajo la urgencia de la feria y los colegios. La vida abajo es tranquila. La bóveda es un ecosistema propio. Para caminar acá, hay que usar botas de agua y casco. Lo bueno es que no hay ratas. Las cajas negras de cebo aparecen cada tantos metros.
El agua es clarísima casi en todo el camino. Cerca del paso elevado de Barón entra el mar y se puede encontrar lobos marinos perdidos que huyen al ver la luz de quien se acerca por el túnel. Vale la pena el viaje. Acá está lo que la gente bota a las quebradas, los desperdicios de su vida diaria. Mientras arriba, los feriantes reciclan los fragmentos rotos del consumo; acá abajo todo parece abandonarse al cauce y avanzar en medio de la noche eterna hacia algo parecido al olvido.
Porque abajo no viene casi nadie. Los únicos que bajan, de vez en cuando, son los areneros y los funcionarios de la municipalidad que deben abrir las tapas para ingresar al túnel. También, a veces, algunos indigentes se dejan caer acá. Entran por unos agujeros que están bajo el paso elevado.
Los funcionarios recorren los túneles revisando que las bajadas de agua no estén tapadas por basura. A veces, extraen arena desde abajo y la utilizan, por ejemplo, para tapar inundaciones.
Ellos están a cargo de mantener despejadas las salidas de agua de la ciudad. Por ello, dicen, Valparaíso sigue funcionando gracias a ellos. Tienen su mitología. Saben que en el pasado, desde alguna quebrada, bajó a esta ruta subterránea un Fiat 600 abollado y que, por el otro lado, desde el mar, una tormenta metió el bote de unos pescadores.
Los areneros trabajan también en el cauce del estero subterráneo. Operan en la oscuridad y a la antigua: palas, rastrillos y carretillas. Antes eran más. Ahora quedan unos pocos. La municipalidad les concede un permiso. Mucha de la arena de las construcciones del puerto proviene del subterráneo. Los materiales que edificaron la ciudad vienen desde acá. Aunque no estén, es posible ver sus rastros: las palas colgadas del techo de la bóveda, la escalera de madera hecha con las sobras de viejas vigas, la mesa puesta para tomar un café.
El haz de las linternas muere a los pocos metros. Desde abajo se ven los espacios donde los indigentes pasan la noche: tapados con ropa vieja, sobre colchones destripados a dentelladas. Por las escasas bocas de luz abiertas, la basura parece ropa colgada y cuando se avanza hacia el mar es posible ver cómo se va mezclando lo que bota la ola con lo que baja de los cerros: cerca de Barón hay llantas traídas por el mar y el agua se vuelve más turbia. Es en ese lugar donde el techo se vuelve curvo y aparecen los ladrillos originales de la bóveda, pegados a la antigua, con calicanto. Más allá está el mar, un pequeño horizonte de luz que recuerda que hay vida afuera.
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En la salida al mar del subterráneo de la Avenida Argentina, a la altura de Barón, un hombre se pasea y mira minuciosamente las rocas. Cualquier persona pudiera mirar con total asombro este mundo subterráneo, pero eso no ocurre con este hombre. A estas alturas, representa su vida cotidiana. En el borde del mar, recoge cochayuyos y pedazos de metal oxidados. Arriba, en el paseo del Muelle Barón, tiene un carro con estos cachureos.
En el mar, decenas de lobos marinos abrazan los últimos rayos de sol de la tarde. La marea sube levemente. El sonido de las olas es suave y el murmullo de la espuma reverbera entre las piedras. Pasa un par de segundos. El hombre deja de mirar el túnel. Sube al paseo peatonal y desaparece.
La oscuridad sigue ahí: las galerías silenciosas de una ciudad secreta, de un puerto invisible.
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