Pensábamos que lo peor ya había ocurrido, que ahora nos tocaba resurgir y volver a empezar lentamente. Pero las noticias en Talcahuano no eran alentadoras.
Después de lavarnos la cara y los dientes, y levantarnos con la misma ropa del sábado -porque no había ni tiempo ni ánimo para pijamas-, partimos a buscar agua. Pero al pasar con los bidones nos dimos cuenta de que muchos iban hacia otro sector de la ciudad. Cerca de mi casa, en la población La Higuera -donde viven sobre todo profesionales y mucha gente de edad-, hay un Unimarc que estaba siendo saqueado.
Muchos jóvenes, y otros no tanto, sacaban botellas de ron, leche condensada, dulces y caramelos. ¡No lo podíamos creer! Después de escuchar la radio nos dimos cuenta de que no éramos los únicos. Parecía que se hubiesen puesto de acuerdo.
Entonces los vecinos pasaron a la acción. Mi pololo, que me visitaba en bicicleta, contó que en su población estaban organizados para protegerse, que hacían guardia con armas hechizas. La noche anterior no había dormido, se notaba en su cara.
A ratos comentábamos lo que sucedía. Pensábamos que para algunas personas podría ser necesario sacar alimentos, pues no los vendían, y quizás era entendible en el caso del arroz o los tallarines. Después de todo, era fin de mes y mucha gente no había alcanzado a cobrar su sueldo. Pero cuando divisábamos tipos con bolsas llenas de cervezas que guardaban en arbustos para que no los pillaran nos dimos cuenta que la situación empezaba a descontrolarse.
BILLETES DE CAJERO
Supimos por radio que venían los militares para imponer el toque de queda. Tendríamos que entrar más temprano a la casa, así que nos dividimos para hacer las colas: unos la del agua, otros la de la panadería -donde ¡vendían harina!, lo que fue gran alivio- y otros en el negocio RukaRay.
El caos crecía. Nuestro supermercado empezaba a desaparecer. Sacaron hasta lo más innecesario: bolsas para frutas, sillas, cajas registradoras, extintores, de todo. Cuando lograron sacar el cajero automático empezaron a pelear entre ellos para agarrar más fardos de billetes. Fue delirante.
La mañana del lunes supimos que el toque de queda se había ampliado. A esa hora mis vecinos se vestían para ir a un funeral: su madre había muerto aplastada por un muro.
Los perros vecinos y la mascota de una amiga que perdió su casa deambulaban por la casa buscando algo que comer. El ambiente estaba enrarecido. Un vecino informó que debíamos juntar leña para hacer fogatas, conseguir armas hechizas, usar un género blanco en el brazo para identificarnos, seguir la contraseña del día y estar atentos a cualquier ruido. Nos empezamos a asustar.
Mucha gente sacó sus rifles y todos estábamos conscientes de lo que podría suceder. A las 16.00 la señora Paty gritó desde su casa esquina: "¡Ahí vienen!". Los niños entraron y sentimos disparos al aire. Mi mamá sopló insistentemente un pito para avisar a los demás. Eran cuatro ladrones que intentaban entrar a una de las casas del frente. Los vecinos lograron capturar a uno y lo mantuvieron maniatado y vendado hasta que finalmente llegó Carabineros.