Nada más difícil en estos días, en relación con Venezuela, que separar la paja del trigo, el rumor de la verdad. Convendría tratar de hacerse una composición de lugar lo más realista posible para entender mejor lo que cabe esperar en el futuro cercano. Sugiero concentrar la mirada en estas tres áreas:
1. ¿Está dividido el aparato militar?
Esta es la más importante de todas las preguntas sobre Venezuela hoy. No existe un caso en el mundo de dictadura derrotada por una movilización civil sin armas en la que el aparato represivo no se haya partido, desintegrado o paralizado. Mientras Maduro y la jerarquía chavista sigan en el gobierno, no hay forma, por masiva que sea y envalentonada que esté la resistencia civil, de forzar una transición democrática si las Fuerzas Armadas, la Guardia Nacional (policía militarizada), el Servicio de Inteligencia y la milicia organizada por el propio régimen no dejan de sostener el andamiaje autoritario. Por eso, son insistentes los pedidos de la oposición venezolana a los militares para que se sitúen del lado de la Constitución y desobedezcan a Maduro, rechazando la Asamblea Constituyente que se ha instalado (la consulta popular que realizó la oposición a mediados de julio tenía, entre las tres cuestiones que planteaba a los votantes, una orientada en esta dirección).
El reciente episodio de insubordinación de un grupo de uniformados en el Fuerte Paramacay, en Valencia, sede de la 41 Brigada del Ejército, ha despertado expectativas de rebelión generalizada entre los militares. Que unos 15 hombres acaudillados por un ex capitán de la Guardia Nacional, Juan Carlos Caguaripano, que se enfrenta desde la clandestinidad al Palacio de Miraflores desde hace tres años, hayan robado armas en el cuartel, hayan podido sobrevolar el área en tres helicópteros y hayan logrado, en su mayoría, escapar con vida después de algunos enfrentamientos, parece darle a este episodio una importancia más allá de la simbólica.
Los dos muertos y ocho detenidos, tres oficiales de tropa de bajo rango y cinco civiles, prueban que los uniformados que iniciaron la acción no estaban solos, o que fueron capaces de sumar rebeldes durante las acciones. La reacción chavista, que fue durante varias horas caótica y sorprendente por la distribución de los roles entre los líderes del régimen, sugiere que el gobierno teme más al contagio, a la propagación del ejemplo que a Caguaripano y sus hombres (no está del todo claro si el propio Caguaripano participó en el episodio o lo inspiró a la distancia).
Lo más significativo de todo fue el papel de Diosdado Cabello, un ex teniente que fue cercano a Hugo Chávez (lo acompañó en la intentona golpista de 1992 contra Carlos Andrés Pérez) y que ha ocupado ministerios, la presidencia de la Asamblea Nacional y, ahora, la vicepresidencia del partido oficialista. Fue Cabello quien durante las horas clave del asalto al Cuartel Paramacay llevó la voz cantante. No fue Maduro, ni el Ministerio de Defensa, Vladimir Padrino López, ni el comandante general del Ejército, el general Jesús Suárez Chourio, los hombres que, con aprobación de La Habana, cumplen la misión de asegurar la disciplina de generales y coroneles, mandos medios y la tropa. Sólo cuando esta recomposición espontánea de responsabilidades fue muy evidente salió Maduro, destemplado, a tratar de restablecer su jerarquía poniéndose al frente. Pero era tarde: está ya instalada la certeza de que Cabello es el cancerbero uniformado del chavismo, el hombre clave para impedir la desintegración militar o la ruptura de la disciplina y la unidad.
Cabello es también, por eso mismo, el que podría liderar un golpe contra Maduro desde el interior del chavismo. Sólo él tiene hoy ese ascendiente sobre generales, mandos medios y la tropa. Cualquier otro golpista tendría que ser, por fuerza, un rebelde contra el chavismo dispuesto a echar del poder tanto a Maduro como a Cabello, cuya gravitación no es estructural, pues se trata de un ex teniente, sino "histórica": se lo percibe como el militar con más legitimidad del chavismo en vista de su pasado. Que esto sea así, sin embargo, no implica que Cabello las tenga todas consigo en caso de un golpe contra Maduro: si la legitimidad militar la tiene Cabello, la civil la sigue teniendo Maduro porque fue el elegido por Chávez antes de su muerte, en diciembre de 2012.
Los rumores hablan de mucho malestar en el aparato militar y de un clima explosivo entre militares a los que el drama social que vive el país no es ajeno.
Pero no tenemos todavía evidencias claras de que ese estado de ánimo, probablemente cierto a nivel de la tropa, esté produciendo la ruptura de la unidad en el Ejército y los cuerpos represivos, ni los inicios de una desintegración. Los generales siguen firmes y no hay aún síntomas de nada parecido a lo que sucedió en las horas finales del régimen de Mubarak en Egipto durante la "Primavera Árabe". El chavismo, con ayuda de un sistema de contrainteligencia de diseño cubano, ha logrado impedir que el asedio civil contra la dictadura tenga una traducción militar. Aquí es donde entra en juego la presión internacional.
2. Comunidad internacional
Han tenido que pasar casi dos décadas para que algo que pueda ser llamado "comunidad internacional" se movilice en relación con ese país. Durante muchos años prevaleció una actitud amistosa con Caracas; más tarde, cuando la deriva autoritaria era evidente, primó la neutralidad y el desdén por Venezuela; en los últimos tiempos, hubo esfuerzos excepcionales y aislados -el del secretario general de la OEA, Luis Almagro, por ejemplo- por activar mecanismos jurídicos hemisféricos, así como las voces de algunos gobiernos expresando críticas a Maduro. Sólo ahora, a raíz del zarpazo contra la Asamblea Nacional, la instalación de una Asamblea Constituyente que remeda el sistema de los "sóviets" y una represión que ha matado a más de 130 personas, herido a miles y arrestado a centenares, el frente externo desafía al chavismo.
Unos 45 gobiernos han desconocido la Asamblea Constituyente, entre ellos 17 de América Latina y el Caribe. De estos, 12 enviaron a sus cancilleres a Lima y otros cinco estuvieron representados por otros funcionarios con motivo de la reunión convocada por el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski para tomar cartas en el caso venezolano. La "Declaración de Lima" no puede haber sido más clara: condena la "ruptura del orden democrático", la destitución ilegal de la fiscal general, la violación "sistemática" de los derechos humanos y las libertades fundamentales, y habla de "crisis humanitaria" agravada por la decisión de impedir la ayuda exterior, pide seguir con la aplicación de la Carta Democrática Interamericana y anuncia la postergación de las reuniones entre la Unión Europea y América Latina para negociar un tratado comercial.
Por si esto fuera poco, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados ha condenado a Venezuela, a la que acusa de haber "maltratado y torturado" a los detenidos.
Algunos países, como Estados Unidos, han endurecido las sanciones dirigidas contra algunos jerarcas del chavismo. Sólo los países del Alba han secundado a Maduro (sin demasiado ardor, limitándose a pedir una "negociación", que por supuesto Maduro ha apoyado, con los países de la "Declaración de Lima").
Todo esto sólo importa por una razón: la presión que ejerce sobre el aparato represivo chavista. Los jefes del régimen ya tienen asumida su condición de parias internacionales desde hace tiempo (el propio Cabello es investigado por vínculos con el narcotráfico en Estados Unidos, por poner un solo ejemplo). Por tanto la presión internacional no va por arte de magia a convencer a Maduro de negociar la transición democrática con la oposición. Ellos sólo pueden huir hacia adelante: saben que los delitos cometidos y el daño causado no quedarían impunes si abandonaran el poder.
Lo que sí puede contribuir a crear es un clima de creciente desmoralización en distintos sectores del chavismo, y principalmente el aparato militar, que debilite gradualmente la posición de los máximos responsables. Si el vínculo de subordinación y la cadena de mando se debilitaran, o Maduro percibiera que se están debilitando considerablemente, todo podría cambiar. Ya no sería impensable que, ante la imposibilidad de mantener la unidad de los cuerpos represivos, Maduro negociara en serio (o huyera, como han hecho tantos que parecían igual de dispuestos que él a resistir como en Termópilas o Numancia contra el enemigo).
3. ¿Hasta dónde puede llegar el descalabro económico?
Siempre se puede estar peor. Venezuela tiene hoy una inflación anualizada de 1.000% y en apenas cuatro años el PIB ha caído 35%. Se dice fácil, pero hay que reparar en lo que esto significa: la destrucción de la tercera parte de la capacidad productiva en el tiempo que media, por ejemplo, entre un Mundial de Fútbol y otro… En sólo seis meses, la primera mitad de 2017, la capacidad de compra de las familias ha caído 50% y el sistema de distribución de alimentos paralelo que montó el chavismo sólo lleva comida al 15% del universo que la necesita.
Siempre se puede estar económicamente peor. Los países no tocan fondo nunca. Pero lo que este dantesco espectáculo del hambre implica es que, además del frente externo, hay un frente interno que le eleva mucho a Maduro el costo de sostener la unidad del aparato represivo. Todas las familias de militares, con la excepción de la privilegiada cúpula, padecen las consecuencias de esta crisis. Y lo que es, para la estabilidad del chavismo, más problemático: el drama social es una arena movediza que se puede tragar los esfuerzos de supervivencia del régimen en la medida en que multiplique la presión para que los mandos medios y la tropa dejen de sostener a la dictadura.
Teniendo todo esto en cuenta, el pronóstico sigue siendo incierto. El chavismo, con el invaluable soporte cubano, ha demostrado ser un hueso durísimo de roer y no es imposible que lo siga siendo por un buen tiempo más. Para desgracia de Venezuela y América.