En Irak casi no se ven nubes. El sol todo lo cubre y calienta. Pero en la ciudad de Gayara, el sol apenas logra atravesar el humo negro, espeso y tóxico que cubre la ciudad desde mediados de junio. Se incendia el petróleo de Gayara y todavía nadie pudo apagarlo.

Las válvulas de los pozos fueron detonadas por el grupo yihadista Estado Islámico. Apenas brota, el crudo se consume en llamas. Acercarse es arriesgarse porque además del fuego y los gases, los yihadistas acechan en las cercanías desde dónde todavía lanzan bombas.

"Bajo el Estado Islámico no había vida. Los yihadistas mataron todo. Incluso el aire", dice Ali Mohammed Abdullah, un ex supervisor del Ministerio de Educación, hoy jubilado a sus 67 años. "Hace dos días lanzaron cinco cohetes. Mataron a dos personas e hirieron a cuatro".

Los cohetes cayeron sobre Gayara, una ciudad de unos 15.000 habitantes a 400 kilómetros al norte de Bagdad. Gayara fue liberada por el Ejército iraquí a fines de agosto luego de estar dos años bajo las manos del Estado Islámico. Ahí estaba el último pozo petrolero controlado por los yihadistas en Irak.

Parado en un bulevar de la ciudad, Mohammed observa distraído el humo negro que el viento lleva hacía el sureste. A pocos metros un militar grita su nombre. Mohammed se despabila y corre hacia él. El soldado le entrega un papel. Mohammed vuelve caminando y sonriendo. Entre sus manos ya tiene de vuelta su documento de identidad, signo que las autoridades aclararon toda duda sobre si estaba vinculado o no al Estado Islámico. Su nombre no estaba en la lista de los sospechosos.

"Viví bajo el Estado Islámico, dos años, dos meses y 15 días", dice contando con los dedos Mohammed y se va. Detrás de él cientos de hombres están sentados en el cordón de la vereda. Todos los varones de la ciudad fueron reunidos en la calle para verificar sus identidades. Esperan que algún soldado les devuelva sus documentos y así terminar con la angustia. O peor, que los lleven a otro lugar para ser interrogados.

"El Ejército tiene agentes y trabaja con la policía local. Conocen a todos acá en Gayara. Si pertenecía o no al EI", dice Ahmed, un profesor de inglés de 42 años que espera junto sus vecinos. "Tienen una base de datos. Los agentes vienen acá frente a la muchedumbre, miran las caras y les dicen a las fuerzas de seguridad si era un yihadista o no. Si es así lo llevan para interrogarlo frente al jefe de la policía. A veces, a pesar de las sospechas, si las otras personas sentadas dicen "no, este hombre es bueno", lo dejan ir.

El proceso se repite en cada pueblo que el Ejército libera en el lento camino hacia Mosul, la segunda ciudad de Irak y último bastión del Estado Islámico en el país, a solo 80 kilómetros al norte de Gayara.

Dos años de oscuridad

Ahmed, el profesor de inglés, espera en silencio que le devuelvan su documento. Ninguno de los hombres que aguardan junto a él habla. Solo miran el vaivén de los soldados con sus papeles. De vez en cuando alguien tose. La cortina de humo negro sigue estirándose en el cielo.

"Cuando estaba el Estado Islámico, mucha gente se quedaba en sus casas por miedo. Si ibas al mercado los yihadistas te inspeccionaban la ropa o tu barba. Por ejemplo, esta que tengo ahora sería muy corta para ellos", dice Ahmed y se acaricia una barba de apenas tres días.

"No había escuelas. Los estudiantes no recibían educación. Y como soy profesor no tuve trabajo", dice Ahmed que durante los dos años no recibió ningún salario. "Como no tenía dinero tampoco tenía para comer", agrega.

El viento cambia ligeramente de rumbo y el humo negro se acerca. Poco a poco las partículas negras se acumulan en las ropas, en la piel y en la boca. "Estamos a solo un kilómetro de los pozos. El humo nos asfixia. Especialmente a los niños", dice Ahmed.

Akrem Abd Al Ghan, tiene 12 años. Junto a él, casi pegado, está Mahmud Lassen, de 13. Los dos de brazos cruzados, apoyados contra un muro protegiéndose del sol en la estrecha raya de sombra disponible. Miran pasar por la calle a los vehículos militares cargados de soldados y de armas pesadas.

"No fuimos a la escuela. No aprendimos nada", dicen casi a coro sobre los dos últimos años bajo durante los que lo yihadistas solo permitían los colegios que enseñaban la sharia, las leyes islámicas, de acuerdo a su visión fanática. "Si querías ir tenías que ponerte ropa afgana", dicen Akrem y Mahmud en referencia a las túnicas preferidas por los yihadistas. "Entrenaban a los niños a matar. Les daban un peluche y un cuchillo para que lo apuñalen", cuentan.

Torturas y esclavitud sexual

Para el visitante desprevenido, esa casa es apenas una típica vivienda familiar de dos pisos, como otras miles en la región. Pero los vecinos de Gayara saben que funcionó como juzgado, cárcel y centro de tortura durante los años yihadistas.

"¿Puede ver la sangre?", dice el oficial del Ejército, Hassan Abid, al mostrar con la punta de su fusil unas manchas ya secas en uno de los varios colchones tirados por el suelo: "Acá torturaban".

Las habitaciones del segundo piso, que antes alojaban una familia, fueron transformadas en celdas, sus ventanas tapiadas con planchas de madera y las frágiles puertas de madera reemplazadas por otras de metal, el pasillo convertido en jaula con barrotes de hierro.

"Desde la terraza de mi casa podía ver cuando llegaban los prisioneros y les pegaban en el jardín", dice Hassan, 49 años, que vive junto a la improvisada cárcel.

"Cuando los trasladaban para ser ejecutados, a veces los tenían que llevar de a cuatro porque estaban muy golpeados. A algunos los traían acá solamente por algún problema con sus jeans o porque fumaban. Y los dejaban adentro dos o tres meses", agrega Hassan y enciende un cigarrillo, inesperado símbolo de la libertad recuperada.

Los yihadistas dejaron en la casa trampas explosivas, como es su modus operandi al partir en retirada. "Pusieron el cuerpo de uno de los detenidos en la heladera. Y adentro dejaron una bomba", dice Hassan. Si alguien intenta abrir la puerta, el artefacto detona. "Cuando llegó el Ejército la familia del preso pidió el cuerpo, pero no se lo pudieron devolver. Todavía está acá. Necesitan un equipo especial", dice.

Al llegar al jardín de la casa, el oficial Hassan levanta del césped unas ropas femeninas. "Son vestidos típicos de las mujeres yazidíes", dice y los deja caer. En la casa vivía el juez yihadista. "Y tenía cuatro esclavas", dice Hassan mirando los vestidos.

Las cuatro pertenecían a la minoría religiosa yazidí, víctima a lo largo de su historia de persecuciones perpetradas por varios grupos religiosos. Los yazidíes son erróneamente considerados por los yihadistas como adoradores del diablo. La divinidad yazidí es Melek Taus, un ángel caído que algunos musulmanes, y también cristianos, confunden con Satanás.

Por este desprecio los yazidíes sufrieron con especial saña las atrocidades del Estado Islámico. Mientras que miles de hombres yazidíes fueron masacrados, las mujeres fueron secuestradas y muchas utilizadas como esclavas sexuales. Todavía hay más de 3.000 en las manos del Estado Islámico.

Camino a Mosul

"Si la gente tiene que abandonar sus casas, pierde su dignidad, y la dignidad es muy importante", dice el teniente general Najim Abdullah al-Jubouri, comandante de la operación de liberación de Nínive, la provincia donde está Gayara y Mosul. "Muchos niños y ancianos murieron en los campos de desplazados", agrega.

Al-Jubouri lleva varios años luchando contra los islamistas. Antes Al Qaeda, ahora el EI. "La diferencia entre los dos es que la mayoría de los miembros de Al Qaeda eran creyentes. El Estado Islámico tiene una mezcla de creyentes y mafiosos. Buscan el poder, buscan controlar la gente. Y también mujeres".

Mientras que Al-Jubouri avanza desde el sur, los kurdos, una minoría que habita en el norte de Irak, defienden el frente norte.

"Es un mortero. Es normal. Es cosa de todos los días", dice el general kurdo Bahram Arif Yassin, luego que una bomba cayera a 30 metros del lugar de esta entrevista. "Ellos nos disparan. Nosotros les respondemos", dice mientras apunta hacia al frente, a dos kilómetros.

El general, que tiene bajo su mando a mil soldados, es el responsable de la base en la montaña de Bashiqa, desde donde por las noches se pueden ver las luces de Mosul, a 20 kilómetros al suroeste. "La electricidad viene de nuestra represa", dice un soldado que, durante su guardia, mira hacia Mosul. "No podemos cortar la luz a dos millones de personas".

"Avanzaremos hasta las afueras de Mosul. No sabemos si participaremos en la lucha urbana", dice Bahram. Qué fuerzas tomarán Mosul es clave para asegurar una paz duradera. Mosul es en gran parte árabe sunita y ver desfilar cientos de soldados chiitas, o kurdos, por las calles de una ciudad derrotada podría poner nuevamente en peligro la frágil unión nacional y agregar razones para fragmentar el país.

A lo lejos el humo pinta el cielo de negro. El petróleo sigue ardiendo.