La escenografía es perfecta. El Boardwalk Hall, un antiguo arena que data de 1929, con su fachada señorial, sus paredes desgastadas y su escenario flanqueado por dos columnas doradas que remiten al teatro clásico, asoma en medio de la costanera de la ciudad de Atlantic City, en Nueva Jersey, epicentro de hoteles, casinos, resorts, mafia y desmadre a principios del siglo XX. El símil de Las Vegas al otro costado de Estados Unidos y que la noche del 22 de julio recibió a The Who, el grupo que también encarna esa suerte de gloria pretérita que hoy sobrevive entre escombros, de edad de oro ya desvanecida. En esta caso, la del rock.
Porque pocas bandas sintetizaron mejor las virtudes de la vieja escuela. En escena, eran pura potencia, salvajismo, músculo y estallido; en el estudio, eran ambición, detalle, hambre por los álbumes extensísimos, exploración sonora al servicio de agudas reflexiones generacionales. Por eso, como seres en extinción, como los últimos de su especie, se resisten a morir.
Así queda establecido desde un comienzo, cuando abren con I can't explain y ese riff que parece entrar a los tropezones, el homenaje más preciso a su propia historia, porque ahí comenzó todo: editado a principios de 1965, fue su primer single bajo el nombre de The Who y su primera canción de éxito. Todo sigue atado a los 60 con Substitute, otra joya de los primeros años y siempre favorita del conjunto para desplegar en vivo. Para los viejos fans -aunque el rango de edad en la audiencia está bien repartido- todo es un remezón, un conmovedor trayecto a las raíces a ritmo de tobogán.
Con sólo dos canciones, el grupo observa de cerca su pasado, pero no como piezas de museo, no como veteranos forzados a reproducir sus días de juventud, sino que como creadores aún con apetito y vitalidad, conscientes no sólo del repertorio que cargan a sus espaldas, sino que también de que quizás todo esto se trata del epílogo antes del adiós definitivo.
Electricidad y latigazos
Sus integrantes, el vocalista Roger Daltrey (73) y el guitarrista Pete Townshend (72), son sobrevivientes de una leyenda mutilada por diversas heridas -los decesos de dos de los miembros del cuarteto original, los conciertos con decenas de muertos, los diagnósticos de sordera- y ya habían anunciado su abdicación en 1982, cuando realizaron un tour de despedida que ahora es sólo una anécdota.
Pero hoy, Daltrey sigue cantando con esa voz áspera, que siempre parece a punto de desgarrarse, además de lucir sorprendentemente atlético, con ese aspecto de motoquero que usa la camisa a medio abrochar. A veces debe hacer un esfuerzo mayor para alcanzar algunos tonos altos o lograr un acento más juvenil, pero su entonación furiosa camufla las naturales flaquezas que arroja el paso de los años. Por lo demás, se cuida incluso cuando está en su hábitat: antes que empiece el espectáculo, se advierte a los presentes que está prohibido cualquier tipo de cigarro, ya que el intérprete es alérgico al humo, el que detona daños en su garganta, traspié que provocaría la suspensión inmediata del concierto.
Townshend por su parte es hoy el gran potencial de los británicos, la mano que mece su historia. Y la imagen es literal: aún es brillante como guitarrista, un ciclón eléctrico, con sus cambios de ritmo, su pulso agresivo y el manejo casi acrobático de su instrumento, el dominio que otorga haber inventado un lenguaje propio para las seis cuerdas, replicado desde el punk y el grunge hasta bandas más matemáticas como Rush. Todas las miradas se concentran en él. Es el atractivo indiscutible del grupo.
Y no todo es técnica. Los oriundos de Londres entendieron antes que casi todos -partiendo por los propios The Beatles- que la identidad y la trascendencia de una banda también radica en la performance, en los trucos escénicos que van más allá de su talento como instrumentistas. Por eso Townshend, al menos cada dos canciones, se sitúa en la primera línea del escenario, comienza lentamente a torcerse hacia atrás como un atleta antes del pistolazo de salida y empieza a girar su brazo para hacer círculos en el aire, una y otra vez a alta velocidad, el gesto que legó para la cultura rockera. Sobre el final, con la ruda Won't get fooled again, agarra vuelo y se lanza de rodillas sobre uno de los monitores, bajo una ovación estruendosa.
Su compañero no se queda atrás y, también en muchos tramos del show, tira el micrófono por los aires o lo toma desde el cable para hacerlo girar en las alturas, como un látigo, malabarismo que también ya integra las enciclopedias de la música popular. A la hora de interpretar el himno mayor, My generation, Daltrey tartamudea en parte de la letra, según dicta la versión original: son los pequeños guiños que los hacen retroceder 50 años, como flashazos del pasado que para algunos valen un concierto completo.
Además, ambos siguen luciendo tan opuestos, igual que en su época de mayor popularidad, cuando el cantante semejaba un pandillero de pelo rizado que se devoraba el escenario, mientras el guitarrista se fue convirtiendo en un autor pensante y atormentado que nunca olvidó su cuna en el jazz. Es el contrapunto que hizo grande a The Who. Pese a las huellas fundamentales de los que ya no están, el bajista John Entwistle y el baterista Keith Moon, es el contrapunto que ha permitido su supervivencia, ya que encarnan los roles esenciales de su obra, los realmente insustituibles.
Bajo ese compadrazgo, el set en su primera parte sigue siendo pura sangre y sudor con The seeker, Who are you, The kids are alright, I can see for miles y la propia My generation, dedicada al recientemente fallecido Chester Bennington, el líder de Linkin Park que se suicidó en julio ("espero morir antes de llegar a viejo", reza la frase más célebre de la canción). A partir de ahí -y luego que las pantallas proyecten imágenes de distintas etapas del conjunto- se abre otra fase del show. Menos intensa, más destinada a la contemplación. Por ejemplo, asoman las guitarras acústicas de Behind blue eyes, la sensibilidad intimista de Bargain y el coro de inspiración hippie de Join together.
De alguna manera, con ese cancionero, ya centrado en los años 70, los ingleses comienzan a mostrar su faceta como artistas inquietos, habilidosos al minuto de cubrir los géneros y las inspiraciones más diversas, incluso más allá del ruido y las guitarras. Por ejemplo, Relay, de 1972 -que el guitarrista presenta como la canción que profetizó Facebook e Internet, debido al retrato de un mundo donde la intimidad desapareció- avanza sobre teclados, decorados electrónicos y zumbidos de sintetizadores, tal como después lo hará Baba O'Riley, interpretada sobre el final. Ahí habría que corregir a Townshend: tales temas no sólo adelantaron a la realidad virtual, sino que, con su sonido, también diseñaron todo el pop con máquinas que hasta hoy domina el cancionero popular.
En la faena, como en todo el recital, es clave el aporte de los seis músicos de acompañamiento, donde destaca la presencia de nada menos que tres tecladistas (John Corey, Loren Gold y Frank Simes), a cargo de un verdadero acorazado de texturas sintéticas que confirman otra vez que esto no sólo se trata de rock en estado salvaje. También sobresalen la segunda guitarra de Simon Townshend -hermano menor del líder central-, el bajo de Jon Button y, sobre todo, Zak Starkey en batería, hijo de Ringo Starr, quien en ningún caso intenta imitar los arrebatos feroces de Moon en los tambores, sino que, por el contrario, impone un estilo particular sustentado en la elegancia y la solidez: otra nueva prueba que The Who sigue en crecimiento.
En el último tramo vienen palabras mayores: los tributos a sus óperas rock. Primero, un saludo a Quadrophenia, con Drowned (con Townshend solitario con guitarra en el escenario), The rock y Love, reign o'er me, para luego ir por Tommy a través de Amazing journey o Sparks. Tras 23 temas y dos horas, con la agrupación despidiéndose de su fanaticada, la estructura del antiguo recinto parece temblar. En ese minuto, la cáscara del viejo arena es lo único propio del pasado, ya que The Who se las ha ingeniado como pocos para aún remecer el presente.