Una duda que siempre surge al ver los grandes eventos por la televisión es ¿cómo será el espectáculo por dentro? El domingo por la noche hicimos el ejercicio, y nos introdujimos en el corazón del Juego de las Estrellas, el máximo show que ofrece la NBA. Una experiencia que vale la pena vivir.
La locura por ver a las máximas figuras del básquetbol mundial queda clara durante todo el fin de semana. Tanto el Madison Square Garden, de Nueva York, como el Barclays Center, de Brooklyn, tuvieron una excelente concurrencia. Una prueba clara de ello fue que, en la antesala, se podía encontrar boletos en la reventa, legal en Estados Unidos, por hasta 4.200 dólares, cuatro veces más que el precio original.
Las habituales y rigurosas medidas de seguridad, similares a las de los aeropuertos, nos dan la bienvenida al ingreso al Garden. Luego de superar un par de controles, nos encontramos en el sector comercial del histórico recinto. Numerosas tiendas y patios de comidas entregan la sensación de estar más cerca de un mall que en un lugar de eventos tan reconocido. Pero es justamente el ambiente familiar y los detalles tan bien pensados los que le dan la fama internacional al All-Star Game y, en general, a la NBA. Porque hasta ahí, todo forma parte del estándar de cualquier gimnasio en que se juega la liga norteamericana.
Se observa a fanáticos de diversas razas y orígenes con camisetas de todos los equipos. Todos comparten y beben cerveza juntos. El alcohol también está permitido y no son pocos los que terminan con la lengua trabada hacia el final del juego, pero ninguno comete exabruptos ni se pasa de la raya. Y, si así ocurriera, rápidamente el personal del lugar se presenta para controlar la situación.
La gente enloquece con el espectáculo. Los shows de Ariana Grande y Nicki Minaj, y el de Christina Aguilera desatan el fervor, sobre todo de los adolescentes. Los musicales, las coreografías y los concursos de acrobacias se apoderan del evento. Presentan a los jugadores, y el que se lleva la mayor ovación no es LeBron James, sino que el ídolo local Carmelo Anthony.
Nuestra ubicación es muy buena, ya que nos permite apreciar otros detalles. Por ejemplo, que el muy aplaudido ex Presidente Bill Clinton conserva todavía su éxito con las mujeres: no fueron pocas las que le solicitaron una selfie, a la que el maduro galán accedió con amabilidad. En defensa del ex mandatario, hay que decir que era difícil resistirse a tanta belleza dando vueltas.
Otro aspecto típico de los norteamericanos es la excesiva cantidad de homenajes, especialmente a las fuerzas armadas y a sus tropas. El domingo en la noche no fue la excepción. Tampoco lo fueron las simpáticas cámaras que acompañan a los aficionados, a los que no les importó tener un vaso de cerveza en una mano y las papas fritas en la otra para ponerse a bailar y saltar.
Termina el partido, gana el Oeste, y Russell Westbrook se queda con el premio al jugador más valioso. El Madison queda vacío. En la cancha, el personal de seguridad se toma una selfie y nosotros bajamos a la zona mixta, que es bastante pequeña e incómoda para trabajar de lo que uno pudiera imaginar. Recorremos bastidores, bodegas, escaleras y ascensores. Más tarde, una pequeña recepción en la parte alta del Madison nos da la despedida. Justo cuando salimos, aparecen las leyendas Shaquille O'Neal y Charles Barkley, quienes ingresaron velozmente a un VIP, escoltados por fornidos guardaespaldas.
Son las 2 de la mañana. Atrás queda el Madison Square Garden. El próximo año la fiesta continuará en Toronto, donde todo volverá a comenzar.