Es probable que alguien nacido en 1900 tuviese en su niñez noticias vagas de la Guerra Civil de 1891 y alguien nacido en 1970 recibiera información brumosa sobre la reforma agraria de Frei Montalva. Si esto es así, los nacidos en 1990 podrán saber algo de lo que pasó en los 80, pero poco, muy poco, acerca de la crisis de los 70. Y mucho menos sobre cosas tales como la calidad de la educación, el sistema de pensiones o el tipo de salud pública.
A menos que se estudie, claro. El gran político inglés Edmund Burke notó, ya en el siglo XVIII, que la continuidad de las sociedades -y la percepción de progreso- depende menos de los pactos políticos o económicos que del gran pacto intergeneracional que conecta a los que vivieron antes con los que nacieron después.
El pacto intergeneracional siempre es frágil. Es difícil que quien no ha visto nunca a un niño sin zapatos pueda imaginar a un niño que nunca tuvo zapatos. Y, por otro lado, la juventud tiene un impulso hacia la épica que no se satisface con la épica ajena. El brío impulsa a la refundación de todo lo que pueda ser refundado; lo que parece mal, está mal, y se debe a que lo hicieron mal los mayores, por incompetencia, cobardía, codicia o, mejor aún, falta de imaginación.
Ese brío no crece entre los desheredados -los "condenados de la tierra", como decía Frantz Fanon-, sino entre los privilegiados, los profesores y los grupos universitarios, las vanguardias intelectuales, todas las cuales se encienden cuando sus ideas encuentran eco en esa cosa desconocida que llaman "la calle".
Lo que se ha venido rompiendo en el Chile de los últimos 10 años es precisamente el pacto intergeneracional, sobre todo en el centro y la izquierda, cosa natural dada la hegemonía que han ejercido en la mayor parte de los pasados 27 años. La ruptura empezó con la lenta demolición de la transición, un extenso proceso político-cultural que abarca cosas tan diversas como la película No, con su trivialización de la épica de 1988, el desprestigio de la gestión de Ricardo Lagos durante la primera administración de Bachelet, la mistificación del supuesto imperio del "neoliberalismo" (sin definir muy bien qué es esto) y, por cierto, la noción de una generalizada corrupción pública y privada, aun en un país que según todos los indicadores es el menos corrupto de América Latina.
En verdad, la idea de "pureza" –versus pecado- es la piedra de base del proyecto refundacional. En el Chile de hoy, esa cuasirreligiosidad empieza a ser representada por el Frente Amplio, cuya referencia principal no es el Frente Amplio uruguayo, sino la coalición de Podemos, que ha llegado a ser la tercera fuerza de España.
El Frente Amplio de Uruguay tiene casi 50 años de existencia. Su líder más insigne, el general Liber Seregni -un gran hombre, por todo lo ancho- murió en 2004, a los 87 años. El Frente Amplio es la izquierda "tradicional" uruguaya, en un país que nunca tuvo otra izquierda relevante y reúne, en general, a gente mayor, sindicalistas, pobladores, partidos marginales (como la DC y el PC), profesionales de clase media y hasta guerrilleros. De ningún modo jóvenes ni intelectuales. El ex Presidente "Pepe" Mujica es un testimonio de eso: ninguna sofisticación, unas pocas ideas, más vivencia que inteligencia y un ingreso al establishment de la política a los 65 años.
Podemos es casi lo contrario. Sus líderes son gente de la Complutense y de los medios televisivos, y no ponen por delante al proletariado (el marxismo clásico), sino al "precariado" (el populismo de Ernesto Laclau), esto es, a la gente que vive en un estado frágil y recién adquirido de clase media. Son los profesionales de primera generación, los emprendedores de industrias tradicionales, los inmigrantes antiguos y los amenazados por la globalización y las libertades de tránsito. A veces estos mismos votantes se inclinan por igual hacia las opciones de ultraderecha o neofascistas, como ha estado ocurriendo en gran parte de la Europa Central.
Esta semana, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, decretó la expulsión del programa de debate televisivo Hora 25 de quien fuera su número dos, Iñigo Errejón. El pecado de Errejón fue disentir de Iglesias y enfrentarse a él en el último congreso partidario. Iglesias fue un asesor muy bien financiado de Hugo Chávez; Errejón estuvo en el círculo de favoritos de Evo Morales, y otros de sus colegas llegaron a copar el Ministerio de Relaciones Exteriores de Ecuador. El "socialismo del siglo XXI" los sedujo tanto, que Iglesias se proponía "latinoamericanizar" España. Ahora Errejón sufre lo que sufrieron los retadores de Chávez.
Varios de los líderes de Podemos vienen de grupúsculos de la ultraizquierda que se encontraron de sopetón con la gran movilización de los "indignados" del 15 de mayo del 2011, a los que se apuraron a representar. Carecen de un pasado político eficaz: son "puros" en el sentido vacío de esa mala palabra. Y se proponen "mediatizar la política", polarizar y llegar al poder con una "lógica televisiva". ¿Suena familiar?
El enemigo de Podemos es el Partido Socialista Obrero Español, considerado un partido "de régimen". La denominación es correcta, pero no expresa una valoración moral, salvo en el sistema cuasirreligioso de Podemos. Parece que ser socialista, obrero y español es una pésima idea frente a ser antisistémico, politólogo y autonomista.
El Frente Amplio chileno comparte con Podemos la idea magnífica de que algo nuevo está por nacer. Con ese sueño marcha hacia las elecciones de noviembre, y cualquiera de los candidatos que escoja en sus primarias tendrá que repetir lo mismo: que el PS, el PPD, el PC, el PRSD y la DC son cadáveres sin resurrección, como lo son Frei y Lagos y Bachelet.
Hace algunos días, el diputado Gabriel Boric dijo que le interesaba la historia reciente, tres reunirse con Jaime Gazmuri en un café de Santiago. "Creo que hay que entender que la historia no nace con nosotros", dijo. Quizás le falta agregar que tampoco termina, pero aun así es una declaración muy sugerente, quizás la primera de ese tipo dentro de su generación y sector político.