Los casi 30 grados que azotan por estos días la costa de California se convierten en casi 55 cuando un piloto se dispone a manejar su auto de carrera. "Ni hablar la sensación que tienes en tu cuerpo con el buzo y las protecciones", cuenta Eliseo Salazar, quien aprovechando su participación en el Aston Martin Festival de Laguna Seca, California, decidió evaluar la capacidad de conducción del enviado especial de La Tercera a bordo del mismo vehículo con el que compite este fin de semana.
"Te quiero ver si eres capaz de salir de los boxes", es la primera recomendación que entrega el piloto nacional, esbozando una pícara sonrisa, quizás intuyendo el resultado. Eliseo parece estar disfrutando el momento, mientras los testigos que están a su alrededor parecen actuar como sus cómplices, porque también se largan a reír.
Y la verdad es que tiene razón. Entre tantos botones, seguros y switchs, se agradecería que apareciera una simple llave para hacerlo andar. Pero no, los autos de carrera son totalmente distintos desde que te sientas en el habitáculo y ves el tablero.
Cinco, 10, 15 minutos, y el auto sigue ahí, parado en los boxes, sin que lo pueda hacer andar. Eliseo saluda a unos amigos que vinieron de Chile, aprovecha de beber una botella de agua, anticipando que sin su ayuda será imposible mover el auto. "A ver, córrete un poco", se apiada antes de que finalmente el vehículo se ponga en marcha y lentamente se ubique en la mítica pista de Laguna Seca.
Aunque las tribunas del circuito están vacías, toda vez que ya no hay más carreras hasta hoy, me siento observado por todos. Pese a que son apenas un centenar de curiosos los que todavía dan vueltas por el lugar, lo concreto que parezco ser el chivo expiatorio del atardecer californiano. Antes que se acabe el día, todos parecen querer tener una última entretención.
"Mejor voy a tu lado. No vaya a ser cosa que te pase algo", me dice al oído Eliseo, que enfundado con el buzo tradicional de los corredores sienta en el lado del copiloto. A esa altura, al menos para mí, la temperatura bordea los 60 grados dentro del coche. La transpiración recorre el cuerpo y eso que apenas tengo puesta una polera y un jeans. Mejor no le pregunto a mi acompañante cómo se siente el calor con ese traje encima.
Me dan la largada e intento acelerar lo más posible. La pista está sólo para mí y es una invitación a poner el pie a fondo. Pero no alcanzo a andar ni 200 metros cuando decido recular. Mi cuerpo parece un muñeco de trapo dentro de la cabina, poco acostumbrado a los vaivenes de un vehículo de carrera.
"En un auto normal, el mejor como una Ferrari, llegas a 1 G, que es un poco la fuerza que debes manejar para que no se te vaya la cabeza hacia el lado, el cuerpo hacia adelante. Estos vehículos alcanzan 2,5 G", cuenta Salazar, explicándome en cierto modo el por qué se pierde el control del cuerpo cuando se manejan estos carros. Le agradezco la noticia, pero al mismo tiempo lo reconvengo que me lo debió decir antes de largar.
A esa altura intento retomar el control del auto, pero a una velocidad más regulada. Las constantes curvas del circuito me ayudan a conducir a una velocidad más controlada. "Acelera, acelera", se escucha de la boca de mi copiloto. "Pero se me va a ir el vehículo", le respondo con las dos manos firmes en el volante y a una velocidad de 150 km/h, que me permite al mismo tiempo mantener el cuerpo en su lugar.
El susto a esa altura se apodera de mí cuando enfrente tengo la zona más famosa del circuito, conocida como el "sacacorchos", donde una serie de curvas acaba en una pronunciada pendiente. "Si no vamos más rápido, perderemos adherencia, y acá por ningún momento nos podemos arriesgar", grita Eliseo, ya con ganas de tirarme por la ventana y asumir el control del auto. La temperatura sube a 70 grados en mí.
En un acto temerario, le hago caso y acelero lo que más puedo. El tacómetro marca 180 km/h y mi estómago ya no da más. En cuestión de segundo sorteamos el "sacacorchos" y la sensación de náusea se apodera de mí. Le pregunto a los gritos, ya cruzando la meta, sobre mi evaluación: "Con suerte pasas el 3,5", me dice en forma piadosa, mientras yo, transpirado de pies a cabeza, me siento satisfecho, aunque todavía con ganas de vomitar.
Antes de regresar a los boxes, observo de reojo a mi copiloto y su cabeza está rígida, sin quitar la vista de enfrente. Quizás agradece aún estar con vida. Yo igual.