Histórico

Vivir con lo Sufi

Dejaron atrás una vida cómoda para seguir las enseñanzas místicas del Islam. Oran cinco veces al día, educan a sus hijos en casa y buscan incansablemente el 'camino al corazón'. Es la historia de Patricia y Matías. O más bien, de Amina y Abdul.

Una niña corre vestida de Minnie Mouse mientras otra deja su vaso plástico de Peppa Pig en el suelo para poder desplegarse en el correquetepillo. Lo deja en la entrada de la casa, junto a todos los zapatos de sus habitantes. Hay Birkenstock, hay Crocs, hay Converse y hay sin marca.

En el patio, un enorme árbol de granadas a punto de estallar, un par de cabras que meten su ruido y una casita que podría ser de muñecas, pero no; es la sala de clases de los niños.

Afuera, en el portón de la casa, un cartel con letras árabes.

Ahí, en las alturas de la comunidad ecológica de Peñalolén, donde el diablo urbano perdió el poncho, vive este pequeño grupo sufi. Lejos. Después del camino de tierra, del de las piedras, a la izquierda del de las estrellas. En el camino del agua. Mitad en el mundo, mitad en un más allá.

Ellos, de barba larga y ese gorrito bordado que alguna vez incluso estuvo de moda. Ellas, con el cuerpo tapado y pañuelos (hijab) en la cabeza. Son musulmanes, seguidores de una corriente mística del Islam que busca el “camino al corazón”, según las enseñanzas de Sheikh Nazim al Haqqani, su maestro chipriota que murió hace un par de años.

La dueña de casa es Amina Ibáñez. Amina, que antes era Patricia, tiene 42 años, cinco hijos, y es la esposa de Abdul Matin (Matías Vicente), el líder de esta orden sufi en Chile. Oran cinco veces al día -la primera antes de que salga el sol y la última cuando ya se ha puesto-, andan descalzos por la casa, enseñan a sus hijos ellos mismos, se sientan en cojines sobre el suelo.

Y la niña vestida de Minnie es la hija de su vecina sufi, y el vaso de Peppa es de su cocina. Comen carne. Van a scout, clases de inglés, de piano, de fútbol, de karate. Tienen una pequeña empresa de jabones artesanales –que nació en aquellos años en que vivían en medio de una comunidad mapuche-, y es experta en museología (con estudios en Italia) ella, y bioquímico con estudios de doctorado en Michigan State University, él. Tienen Facebook, WhatsApp. Ambos, de familias acomodadas, tradicionales, católicas.

La historia la cuenta Amina. Sobrina de Pedro Ibáñez y pariente de Nicolás, Felipe y todo ese lote.

Llenar el vacío

Todo empezó con su búsqueda. Hacia adentro.

Tenía 23 años, vivía en Europa, trabajaba en un museo de Arte Moderno en Madrid. Pero le faltaba algo. “A pesar de lo joven, ya había tenido suficiente del mundo. Siempre me gustó el tema de la espiritualidad y esa inquietud era cada vez mayor. Tenía un espacio vacío y se me hacía evidente la necesidad de llenarlo... En un viaje a Londres me encontré con un amigo que no veía hace tiempo. La expresión de su cara era increíble. Le pregunté de dónde venía porque sentí que por ahí iba la respuesta que yo andaba buscando. Me contó que venía de Chipre, de estar con el maestro sufi. Yo supe al tiro que tenía que ir a ese lugar”.

Volvió a España, se puso en contacto con sus seguidores y un mes después estaba en Chipre. “Llegué a ese pueblito donde vivía y me encuentro con un viejito que sentí que conocía hace miles de años. Hasta su muerte, el maestro recibía mucha gente todos los días, porque era un sabio. Él me transformó el corazón y es una experiencia que no puedo transmitir”.

Lo común es que después la persona vuelve a su vida cotidiana, y al cabo de unos días la transformación queda atrás. ¿No te pasó?

Es que mi vida normal, de antes, ya no me servía.

Mientras vivía ese proceso interior, Patricia estaba enganchada con un amigo que se doctoraba en Estados Unidos. Se habían visto sólo tres veces y hace tres años. “Le conté a Matías que me quería sumergir en esa experiencia, y le dije que si no me acompañaba, sería difícil estar juntos. Justo pasó que su papá se enfermó y comenzó a vivir una experiencia similar. Me llamó y me dijo que había conocido a unos sufis cerca de donde él vivía, y que era su camino”.

Estado de alerta

Patricia y Matías se juntaron en Chile. Vivieron la muerte del padre enfermo y partieron a Chipre a preguntarle al maestro qué hacer con sus vidas. Vivir en la naturaleza fue el mandato. Se casaron y se fueron al sur, 13 años metidos en una comunidad mapuche que  “parece que era como el Far West, la policía no entraba. Pero eran como nuestra familia allá y nunca nos pasó nada”.

Tú vienes de una familia con plata y comodidades, ¿cómo ha sido este cambio tan radical?

Mira, creo que a mí me pusieron durante un período largo a vivir de una cierta manera. Mi abuelo era superrefinado, todos con un muy buen pasar, íbamos a un colegio pituco, veraneamos en Zapallar, buena ropa, buena comida, nanas por todas partes... Y de repente, la vida me dio una vuelta y tenía un montón de hijos, no mucha ayuda y vivíamos en un sur lluvioso en medio de una comunidad mapuche.

¿Cómo se tomaron ellos esta decisión de tu vida?

Como hace años que no vivía con ellos, llegué con la maravillosa noticia de que había conocido un santo y que todos fuéramos a verlo. Casi se murieron, lo encontraron atroz. “Pero es musulmán”, decían. “Y qué importa”, les contestaba. Me encontraban loca total, pero pesqué mis cosas y nos fuimos al sur. Así que me perdí todos los cotilleos.

¿Y ahora las cosas con ellos como están? ¿Te encuentran loca?

Bien. Si yo estoy aquí feliz con cinco hijos...

¿Cómo fue dejar de ser católica y ser musulmana?

Es que yo lo veo como una continuación, y nunca he dejado de ser cristiana. Nunca entendí lo que es ser católico. Lo mío es el camino al corazón. Los sufís eran los místicos de las religiones, se dice que Jesús también era un sufí. Es estar en el mundo y no estar en el mundo.

Qué difícil.

Muy, por eso uno necesita un guía que te vaya enseñando.

¿Cómo manejas la tentación? 

Cuando vivíamos en el sur, donde ya ir a Temuco era una travesía, aprendimos a sacar un montón de preocupaciones a las cuales uno les dedica mucho tiempo. Entonces te vas a lo esencial, que son las relaciones humanas. A nosotros nos reenseñaron la tolerancia, generosidad, la humildad. Ya de vuelta en la ciudad no me dan ganas de salir de este lugar. Ir al mall es un sacrificio que tengo que hacer, o cuando voy a un restaurant no lo disfruto, porque a todo le encuentro sabor a ciudad.

¿Echas de menos la vida de lujos?

No, porque me da susto la vida lujosa. Porque me adormece. Y me pasó al volver a Santiago, que vi muchas diferencias. A partir de eso nace la Olla Rabbani (ver recuadro). Es como decir: no podemos estar tan bien y que haya tanta gente en la calle que no tiene qué comer. A mí me encanta ir a las casas de gente más humilde, me siento feliz ahí. Y cuando voy a las casas de mis antiguas amigas, como que me duele un poco el corazón. Siento que hay poca compasión. Somos una sociedad sin compasión y eso me da susto que me pase, porque tengo la tendencia a la poca compasión. Yo soy una persona que tengo que estar siempre alerta a eso. Tú me pones un vestido bueno y me encanta, mi cuerpo lo reconoce. Entonces me tengo que mantener alerta.

De sol a sol

¿Cómo es tu día?

Hacemos cinco oraciones al día: antes del amanecer, otra al mediodía, a media tarde, una después del atardecer, y otra en la noche. Y aparte de eso, cada uno tiene oraciones individuales que te hace el maestro de acuerdo a lo que tú necesitas. Los jueves y viernes hacemos oraciones comunitarias, los viernes nos juntamos las mujeres, y una vez al año se hace el ramadán que es el mes de ayuno, en que nos concentramos. La oración es lo que me sostiene.

¿Eres feliz en esta vida?

Sí, claro. Mi manera de sostener todos los cambios que las personas vivimos a diario es con la meditación. Sin necesitar sicólogo, ni tomar no sé qué pastilla, o sin tener que irme de viaje a cada rato. Mi manera es la oración.

Salvo tu hija mayor, que ya está en enseñanza media, tus hijos son educados en la casa. ¿No les parece extraño a ellos no ir al colegio?

No. Antes estaban en un colegio Waldorf en Pucón y después en Limache, pero después en Santiago vimos que el ritmo no era para nosotros. No les es raro porque conocemos un montón de gente con niños que no van al colegio, y es nuestro mundo. Tampoco vemos mucha gente tan estructurada.

¿Y a ti te cuesta andar con pañuelo en la cabeza? ¿Te miran?

Me dicen que me miran, pero yo no me doy cuenta. Me da lo mismo.

Tu vida está muy volcada hacia tu familia hoy, ¿no te aflige no desarrollar tu profesión?

Me costó mucho. Toda la época que estaba en el sur pataleé, lloré, me resistí. Ahí viví ese proceso. Pero descubrí algo que requiere mucho más creatividad que todo lo que yo había estudiado, que es la maternidad.

¿Y te gusta?

Me encanta, porque cada niño es un mundo y te exige un compromiso superior. A todos mis hijos los tuve en parto natural, y la mitad en la casa. Quería vivir el momento a fondo.

En nuestra espiritualidad, el matrimonio con hijos es la mitad del camino realizado. Una mamá que se dedica a hacer su trabajo con el máximo amor posible, por sus hijos, por su esposo, es una mística.

¿Y no te parece machista esa idea de una madre tan abnegada?

Yo tengo la maternidad muy desarrollada y estoy acá, pero hay otras que son economistas y quieren desarrollar esa parte, y si tienen hijos, tienen que arreglárselas. Uno tiene que desarrollar lo que le gusta, porque si no, te envenenas.

En este camino se nos respeta mucho. Aquí nadie te levanta la voz, y con las esposas de los demás hay mucho respeto; no nos mezclamos con los maridos onda “hola gallo, cómo estái”. No. Eso se cuida. Igual que la intimidad. Aquí cada uno tiene su familia, su trabajo, paga sus cuentas.

La Olla Rabbani

La casa en que vive la familia de Amina colinda con el Centro de Espiritualidad Rabbani, que congrega a los hermano de la orden sufí Naqhsbandi Haqqani. Pero el inmueble ya tenía ondas místicas: los dueños son una comunidad Hare Krishna que se mudó a otro lugar. Allí, en una cocina grande, cálida, nace la Olla Rabbani. Unos tremendos fondos de carne y verduras que las mujeres sufis cocinan los días jueves y la comunidad, por lo general hombres, reparte los sábados a los indigentes de La Vega Central. “Esta idea partió de esta necesidad de relacionarse, de cruzarse con otros. Y como éramos mujeres que no podíamos salir de este lugar por nuestras ocupaciones, organizamos la olla. Hace un par de años se formó un equipo que recolecta comida en las ferias libres, nosotros la cocinamos y luego se entregan alrededor de 300 porciones de comida”, cuenta.

Y en esta tradición islámica de reciclaje y cocina en oración, este grupo se autoimpuso dos promesas: que todas las ollas fuesen con carne, pues la proteína es fundamental para quienes reciben tan poca alimentación, y que todas las ollas fuesen ricas. Nada que cualquiera de ellos no se coma con gusto. Así, el guiso tiene siempre arroz, legumbres, carne y ensaladas. Además de las recolecciones de la feria, a los seguidores del maestro que van a meditar al centro se les pide que lleven arroz como colaboración. Y carne tienen para un buen rato: el año pasado el gobierno turco les donó 10 vacas. Como no tenían tanto para guardar, faenaron cinco y están guardadas en congeladores. Las otras cinco las repartieron en las instituciones cristianas que les parecieron más necesitadas.

(www.ollarabbani.com)

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