Para los grandes escritores, anotó alguna vez Walter Benjamin (1892-1940), "las obras terminadas pesan menos que esos fragmentos con los cuales bregaron ellos durante toda la vida". Tratándose de un celebrado crítico literario que abordó a Baudelaire, Kafka, Poe, Goethe, Balzac y varios más, se asume conocimiento de causa y, por esa vía, un sentido de autoridad en la materia. Pero no hay que ser especialista para entender que fragmentos es lo que más nos queda de Benjamin.
Lo inacabado, en efecto, define mucho mejor el pensamiento de este multifacético y misterioso alemán que las teorías acabadas. Algo semejante ocurre con la variedad de ámbitos en los que incursionó. Rotulado normalmente como filósofo y crítico, tuvo un ojo agudo para el urbanismo y para el arte, único dominio, a su juicio, en que la verdad puede expresarse. Y para mayor abundamiento, un coloquio organizado en 2010 por la U. de Chile y la UDP se llamó "Walter Benjamin: convergencias entre estética y teología política".
Estuvo, igualmente, entre quienes inventaron la cultura popular como materia de estudio, siendo autor de ensayos sobre literatura infantil, juegos de apuestas, grafología, pornografía, viajes, comida, medios de comunicación (cine, radio, prensa ilustrada), el arte popular y el de los desequilibrados mentales. Lo que produjo, finalmente, estuvo en muchos casos tan disperso o escondido que aun décadas después de su muerte se siguieron publicando obras "nuevas" que, a su vez, dieron pie a nuevas interpretaciones.
Eso sí, con todo lo anterior apenas se sugiere quién pudo ser realmente este personaje, asociado frecuentemente a la Escuela de Francfort, la misma de su amigo Theodor W. Adorno, quien diría de Benjamin que "rara vez mostró sus cartas". Profundamente reservado, provisto de un arsenal de máscaras y otros recursos para despistar, su vida resulta tanto o más difícil de rastrear y poblar de sentido que su obra, suficientemente enigmática por sí misma. Pero esto no detuvo a Howard Eiland y Michael Jennings, profesores en MIT y Princeton, respectivamente. Traductores y editores de la obra benjaminiana, incluyendo los escritos de juventud y el inacabado Libro de los pasajes, acaban de parir la primera obra en inglés consagrada a la vida de tan elusivo autor, que algunos ya celebran -temerariamente- como la biografía definitiva: Walter Benjamin: A critical life. Y vieron que discernir quién estuvo tras los textos es tanto o más complejo que estudiar los textos mismos.
Jürgen Habermas, un "heredero" de Francfort, escribió que Benjamin es unos de esos autores inabarcables cuya obra está destinada a producir efectos contradictorios. Otro tanto constata el sociólogo Michael Löwy: tenemos la costumbre de dividir a los pensadores entre conservadores y progresistas, materialistas e idealistas, revolucionarios y nostálgicos del pasado, pero ahí es donde Benjamin se nos empieza a escapar, tratándose de un revolucionario nostálgico y un materialista que recurre a la teología.
Nada es evidente en un intelectual que, habiéndose nutrido de la tradición cultural de Occidente, llega a afirmar que todo lo que se abarque con la vista como patrimonio cultural "tiene por doquier una procedencia en la que no se puede pensar sin espanto. No sólo debe su existencia a los grandes genios que lo han creado, sino también al vasallaje anónimo de sus contemporáneos. No existe un documento de la cultura que no lo sea, a la vez, de la barbarie".
Se ha dicho que para entender a Benjamin hay que pensar en una generación devastada por la I Guerra Mundial. Que, desde las ruinas dejadas por el conflicto, asomó una mirada que se impuso repensar, cuando no subvertir la tradición. Y lo anterior supone abordar cuestiones múltiples (de la violencia a la dramaturgia alemana y a la traducción) a partir de tanteos y aproximaciones.
Hijo de una acomodada familia judía de Berlín, Benjamin egresó de filosofía, pero fracasó en su pretensión de convertirse en profesor universitario al reprobar con su tesis doctoral, lo que lo empujó a la bohemia, al periodismo cultural y a encontrarse, a mediados de los años 20 y en compañía de amigos como Bertolt Brecht, en el centro de lo que más tarde se conocería como la "cultura de Weimar". Era, en efecto, un hombre de variados intereses y aficiones, que así como podía locutear para la radio, se adentraba en los laberintos nietzscheanos. ¿Qué lo hizo distinto de otros de su especie? Según se lee en la biografía, fueron las palabras.
La prosa aforística de Benjamin -hecha de "imágenes del pensamiento", a la manera de los montajes artísticos de vanguardia- supuso una innovación al "combinar análisis filosófico con imaginería concreta para producir una mímesis crítica distintiva", señalan los biógrafos. Y agregan que fue un don benjaminiano "encontrar las formas en las cuales una profundidad y una complejidad totalmente comparables a las de Heidegger y Wittgenstein pudieron resonar a través de una prosa atractiva y memorable. Leerlo es, en consecuencia, una experiencia tan sensorial como intelectual. Es como dar la primera probada a una magdalena [proustiana]: mundos que apenas se recuerdan florecen en la imaginación".
Fugado del nazismo en 1933, huyó a París. Ocupada la ciudad por las fuerzas de Hitler, quiso llegar a EE.UU., donde lo esperaba Adorno. Pero murió en la frontera franco-española, entre el 26 y el 27 de septiembre de 1949, siendo la hipótesis más atendible el suicidio con morfina.
Siete décadas más tarde, sabemos más de él, pero no tanto. El hombre tras el intelectual nos repiten sus biógrafos, sigue siendo esquivo. Las futuras generaciones, escriben al final de la obra, "indudablemente descubrirán sus propios Benjamin al encontrarse con ese todo móvil y contradictorio que fue su obra".