Ambos parecen tener demasiados puntos que los distancian. Uno es quizás el creador con mayor olfato comercial y corporativo en la historia del pop, mientras que el otro es un cascarrabias paradigma de integridad artística y resistencia al negocio, negándose incluso a Spotify. Mientras uno exhibe composiciones que de seguro cualquier habitante de cualquier latitud terrestre podría tararear, el otro es influencia de nicho, figura predilecta para auditores más inquietos e interesados.
Pero, al menos desde lo estrictamente contingente, desde anoche Neil Young y Paul McCartney coinciden en una resolución unánime: el sábado pasado, obsequiaron una jornada memorable en el festival Desert Trip que se hace en California, quizás la mejor de la cita, cumpliendo con holgura aquella promesa publicitaria que oferta historia, momentos para la leyenda y presentaciones macizas.
El cantautor canadiense fue el primero en timbrar las expectativas con un show que comenzó en baja frecuencia, situado detrás de un piano de madera, apenas ataviado con armónica y rodeado por figuras de nativos americanos. Su solvencia interpretativa aún es admirable y no sólo por la capacidad para colmar un espacio gigantesco con recursos en apariencia austeros; su timbre aún resuena nasal, imperfecto y dotado de una misteriosa emotividad, casi acorde con el horizonte crepuscular que a esa hora asomaba por el reducto. After the gold rush y Heart of gold son los temas que inauguran el show.
Pero, a diferencia de Bob Dylan, Young no entrega una performance casi contemplativa y llena de trucos que tuercen su cancionero; lo suyo sigue siendo un espectáculo exuberante, sobre todo cuando salta a escena su banda más reciente, Promise of The real, encabezada por el hijo de la leyenda country Willie Nelson. Un batallón que se comporta como soldados listos para el asalto, pero sin jamás opacar a su gran jefe, hilvanando un puñetazo ruidoso y abrasador, lo que pone aún más a prueba la vitalidad del canadiense. Ya no hay sensibilidad posible, sino que distorsión, ruido, músicos que se retuercen hasta sacar chispas de sus guitarras (increíbles en Down by the river), críticas a Trump y, en síntesis, la apuesta rabiosa y descreída de un hombre cuya impronta resulta absolutamente única.
Como si no fuera suficiente con eso, luego llega la hora del cara a cara con un ex Beatle. Paul McCartney sale a entregar lo esperable, lo que finalmente todos quieren, aunque con un matiz: el repertorio tuvo un claro acento en las guitarras y en el canon del rock clásico, quizás como una manera de responder al espíritu del evento. Tal como Young, su banda es perfecta para abrochar la misión. A hard day's night, Day tripper, I've got a feeling y Jet, de los Wings, suenan con mayor musculatura, bajo afilados contornos rockeros.
Pero Macca, siempre inclinado a las secuencias para la inmortalidad, guarda dos cartas impensadas. Invita al escenario al propio Young a interpretar A day in the life y Why don't we do it in the road?; y sobre el final le devuelve la mano a los Rolling Stones, que 24 horas antes habían versionado Come together de The Beatles, y desempolva I wanna be your man, el primer hit del conjunto de Jagger, aunque escrito en los 60 por Lennon y McCartney. La magia de Desert Trip no claudica, con los genios de la era dorada del rock tributándose de modo recíproco, aunque con un solo triunfador: la audiencia que este fin de semana cayó rendida a sus legados insuperables.
Aunque, más allá de lo artístico, la mejor muestra de compañerismo la entregó el propio Young, pero no al versionar a sus camaradas o abrazar el legado del que estuvo antes; en la mitad de su presentación, lanza el mejor chiste de Desert Trip, un pequeño guiño contracultural en un festín musical saturado de opulencia económica: "Vuelvan mañana (anoche). Roger Waters va a construir el muro y México va a volver a ser grande de nuevo".