"El acuerdo es satisfactorio para los intereses de Zozulya. El Rayo es un desafortunado capítulo ya cerrado en su carrera deportiva". Así, con estas palabras, se refería José Lorenzo a la rescisión de contrato de su representado, el futbolista ucraniano Roman Zozulya, con el Rayo Vallecano, firmado un mes antes. El fin de una teleserie con demasiados episodios. Y ninguno futbolístico.
Y es que la historia de Roman Zozulya (Kiev, 17 de noviembre de 1989) pudo haber sido muy diferente. Contratado el 27 de julio del pasado año por el Betis para reforzar su delantera, Zozulya apenas llegó a sumar minutos en su primer semestre de verdiblanco, por lo que el 31 de enero la entidad andaluza, dueña de su pase, acordó enviarlo a préstamo. Pero el destino elegido para que pudiese ganar protagonismo, no pudo ser más desafortunado. Fue protagonista, es cierto, pero no por sus goles, sino por sus ideas.
El Rayo Vallecano, el club profesional español con mayor conciencia de clase (por no decir el único); un equipo autoproclamado antifascista y vinculado desde su misma fundación al movimiento obrero; no parecía, a primera vista, el mejor destino para el fundador de una organización paramilitar ucraniana de ultraderecha (Narodna Armiya -Ejército del Pueblo, en ucraniano-) y admirador confeso de Stepán Bandera, activista político condenado por terrorismo y colaboracionismo con las brigadas nazis en crímenes de limpieza étnica.
De manera que la primera aventura de Zozulya (27) en el madrileño barrio de Vallecas duró apenas 15 horas, las que tardaron los Bukaneros, la facción más radical de la hinchada rayista, en increpar al nuevo refuerzo con un lienzo que rezaba: "Vallekas no es lugar para nazis"; y la Plataforma ADRV -Agrupación Deportiva Rayo Vallecano- en manifestar su repudio a dicha contratación por medio de un comunicado. "No es una cuestión de ideologías o pensamiento, va más allá: el jugador ucraniano ha empuñado armas, ha donado dinero a batallones fascistas, luce sus símbolos y ha manifestado en numerosas ocasiones su apoyo a la ultraderecha de su país, para quien es un símbolo".
15 días después del viral altercado, que terminó con Zozulya de regreso en Sevilla (sin poder jugar ya en lo que resta de temporada ni en el Betis ni en el Rayo), el debate abierto por el caso no terminó de cerrarse. Con el seleccionado recibiendo ofertas desde su país para formar parte del Comité Ejecutivo de la Federación de Fútbol de Ucrania "por su patriotismo y su activa postura cívica, motivo de orgullo nacional" -según las palabras pronunciadas por su presidente, Pável Pavelko-; con el Rayo abucheado en cada cancha de Segunda por su presunta falta de tacto (o su idealismo distorsionado); y con el delantero tildando en una entrevista de "fascistas" a "algunos ultras del Rayo" transcurrieron otras tres semanas. Hasta el jueves, el día en que ambas partes (previo acuerdo entre Betis y Rayo para pagar a medias un contrato que jamás llegará a entrar en vigor), decidieron claudicar.
Pero, ¿puede una hinchada decidir sobre los designios de un club o vetar la contratación de un jugador?; ¿puede castigarse a un futbolista por sus actos o comentarios de corte filonazi si no ha cometido ninguna falta deportiva?; ¿puede una determinada tendencia ideológica formar parte del ADN de un club profesional hasta el punto de determinar su identidad?. La respuesta, en todos los casos, es: sí, puede. O, al menos, eso dice la historia reciente.
En 2011, el arquero vasco Eñaut Zubikarai (suplente de Bravo en la Real) se quedó a un paso de firmar por el Hércules. Un sector de la fanaticada del club paralizó la operación al descubrir que el guardameta era hijo de un miembro de la banda terrorista ETA, que cumplía condena precisamente en una cárcel de la ciudad. También se vio frustrado en el último momento el arribo de Salva Ballesta al Celta, en 2013, en calidad de ayudante técnico. Hijo de un piloto militar y defensor de la unidad del estado español (en una región con ciertas aspiraciones secesionistas), su aterrizaje en Vigo tampoco llegó a concretarse como resultado de la presión popular. Abel Resino, su entrenador, entregó su cabeza antes de renunciar a su propio fichaje.
A Paolo Di Canio, admirador confeso de Mussolini (al que homenajea incluso en un tatuaje) y que festejó un gol con el saludo romano, de marcadas connotacionas fascistas, airear su postura ideológica en repetidas ocasiones le sigue pasando la cuenta hoy. El primer equipo que asumió como técnico en Inglaterra, el Swindon Town, se quedó sin su principal auspiciador tras anunciar a Di Canio como nuevo inquilino de la banca; y su desembarco en el Sunderland, en 2013, motivó la renuncia fulminante de David Miliband, vicepresidente de la entidad: "Dadas las la pasadas declaraciones de carácter político del nuevo entrenador, creo que lo correcto es dimitir".
El griego Katidis, que hizo exactamente el mismo y polémico gesto siendo futbolista del AEK de Atenas, fue multado económicamente, apartado de su equipo, privado de ingresar a cualquier recinto deportivo durante un tiempo y excluido de por vida de las nóminas de la selección de su país. Varias asociaciones judías trataron de boicotear después su arribo al fútbol italiano.
Una suerte parecida corrió, en la vereda ideológica opuesta, el delantero Cristiano Lucarelli, quien estuvo alejado durante ocho años de las convocatorias de la Azzurra adulta después de celebrar un tanto con la Sub 21 mostrando una camiseta con la imagen del Che Guevara. El jugador, nacido en Livorno, el puerto industrial que fuera cuna del Partido Comunista italiano, se convirtió aquel día en villano para los hinchas de su propio club, el Padova, vinculado a la ultraderecha nacionalista. "Lucarelli, comunista, vuélvete al Livorno, aquí no te queremos. Gracias por humillarnos ante toda Italia", escribieron los barristas en un gran lienzo desplegado en su propio estadio. Y Lucarelli obedeció.
A diferencia de lo que ocurre en Europa, cuesta esfuerzo vincular a una hinchada o a un club con una ideología política concreta en Chile. "Acá los futbolistas esconden casi siempre su visión política, son muy pocos los que se manifiestan, y en las hinchadas, los pequeños grupos con reivindicaciones de algún tipo terminan desapareciendo como barra, se van atomizando", explica el sociólogo deportivo Andrés Parra, para quien "la pérdida de la identidad ideológica de las hinchadas en Chile, cuyas barras sí nacieron como un grito de malestar , con una base social muy importante, tiene mucho que ver con la traumática conversión de los clubes en Sociedades Anónimas".
Carlos Caszely, rostro del No en el Plebiscito del 88, sindicado siempre como una persona cercana al comunismo, sostiene a propósito del debate generado por el Caso Zozulya y su extrapolación al fútbol chileno:"De la raya de la cancha hacia dentro tú eres un profesional que hace su trabajo. De la raya para afuera, una persona que tiene sus ideales y puede expresarlos libremente. En España, en Italia, en Croacia o en Inglaterra, por ejemplo, las hinchadas son muy politizadas porque el nacionalsocialismo pegó muy fuerte. Acá no pasa porque esto es un pueblo y estas cosas tan fuertes tardan mucho más en llegar. Y yo me alegro de que sea así, porque el fútbol al final es una alegría que uno tiene que darle a la gente más allá del partido del que sea cada uno".
En la vereda opuesta se situaría, por ejemplo, precedentes extrafubolísticos en mano, Jorge Socías, señalado por participar en 1977 en el Acto de Chacarillas, homenaje que el Frente Juvenil de Unidad Nacional brindó al dictador Augusto Pinochet en el cerro homónimo. Una información que el ex capitán y referente de Universidad de Chile se apresura a precisar: "Yo fui invitado por una agrupación de jóvenes deportistas, no fui a rendir homenaje a nadie. Se confundió eso y puede que tenga que ver con el hecho de que hoy esté sin pega. Fútbol y política no tiene por qué mezclarse. El fútbol, al menos en Chile, es una isla de lo político".