A propósito de hiperpresidencialismo

Cuenta Pública


Por Verónica Pinilla, presidenta del Instituto Desafíos de la Democracia

El sistema político chileno está bajo cuestionamiento. Convencionales han presentado propuestas de cómo debe ser el sistema de gobierno y la organización del Estado, que tienen consecuencias en otros subsistemas institucionales de relevancia para el país. La gran pregunta que nos hacemos, una y otra vez, es cómo debe estar distribuido el poder en Chile, y cómo las instituciones públicas deben ejercer este poder, de forma de cumplir los objetivos sociales, económicos o medioambientales que los ciudadanos y ciudadanas esperan de este instrumento social fundamental.

Se debate que Chile sufre de hiperpresidencialismo. A mi juicio, las deficiencias del sistema de gobierno chileno no radican aquí, sino mas bien en la incapacidad creciente que el sistema ha tenido de asegurar gobernabilidad, y de resolver ripios más propios de una buena administración; porque esta gobernabilidad depende, sin duda, de cómo el Ejecutivo amarra mayorías políticas para aprobar leyes, cómo traza fórmulas de gobernanza de un estadio presente a uno futuro, y cómo logra acuerdos de largo plazo que sustenten transformaciones y generen estabilidad. Estudios comparados demuestran que la mayoría de los países que cambiaron de sistemas políticos presidenciales a parlamentarios volvieron al poco andar hacia el presidencialismo, y que sus reformas posteriores se centraron en la administración interna del Estado.

Pero la gobernabilidad no es suficiente. El Estado debe funcionar, y bien, y en eso hemos casi olvidado que la eficiencia burocrática es un bien preciado, en el entendido que se requiere de capacidades en la forma de gestionar las instituciones, consolidando un empleo público independiente de los vaivenes políticos, con mayor profesionalización y formación de calidad. El llamado clientelismo se instaló en Chile hace ya varias décadas, y sus negativos efectos no se han enfrentado de manera integral. Los altos cargos públicos deben contar con más atribuciones para gerenciar con más autonomía las instituciones que lideran, y rendir cuenta permanente de sus decisiones. La administración nacional, regional y local debe ser mirada de manera integral, donde sus funciones se complementen y no compitan, generando un cuadro coherente de acciones en los territorios. La clave de todo lo anterior es que debemos contar con convicción política del propio Ejecutivo a reformarse en profundidad, siendo un imperativo ético si se requiere de un sistema de gobierno mediamente sano.

Dicho lo anterior, todo se hace cuesta arriba cuando el país, los territorios y quienes los habitan, no cuentan con miradas comunes sobre los problemas más sensibles que se deben enfrentar respecto de las formas de resolverlas, o la gradualidad de algunas reformas en concreto. Las posibilidades de colaboración entre el Ejecutivo y el Legislativo, y entre partidos y movimientos sociales, se deben dar cuando existan preferencias concretas de los votantes sobre las transformaciones que son requeridas. La segunda vuelta presidencial puso de manifiesto estas preferencias. Sin embargo, la coalición del presidente electo no alcanzó el 25% de los escaños parlamentarios.

¿Cómo avanzamos entonces? Posiblemente, un conjunto de cambios administrativos que impulsen una mayor separación entre el poder del Estado y del gobierno, empleo público meritocrático, incentivos a mejores directivos públicos con mayores autonomías de gestión, procesos internos probos y con altas rendiciones de cuentas, claridad en las capacidades de los poderes regionales y locales,  ordene bastante la cancha. Sin embargo, la capacidad de acuerdos en la dupla Ejecutivo – Legislativo asumirá un rol preponderante en el éxito de este partido.

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