Abuso sexual infantil institucional
Por Vinka Jackson y Rodrigo Venegas, psicólogos
Como ha señalado Carol Gilligan, pionera en la ética del cuidado, las voces de las mujeres son las que primero conminan a nuestras sociedades a escuchar verdades terribles como las que entrañan las violencias sexuales, y así ocurrió en Chile también.
El año 2003 conocimos las denuncias de niñas y adolescentes contra José Andrés Aguirre -”cura Tato”- por abusos sexuales y estupro. En 2005 atestiguamos la valiente lucha emprendida por las hermanas Prieto. Dos años después, se publica en Chile el primer testimonial sobre incesto, “Agua Fresca en los Espejos” y siguen las primeras avalanchas de “también lo he vivido”. Un susurro, todavía, en comparación a las voces que se alzarían en años recientes.
Las víctimas mayoritarias de violencias sexuales han sido históricamente niñas y mujeres. Pero también niños y hombres son víctimas, aunque como sociedad nos costara más asimilarlo. En el ámbito público, una señal inolvidable es la denuncia del joven Bruno Coulon, en 2005, contra un senador de la república abusador serial. En 2010, las acusaciones contra Fernando Karadima abrirían definitivamente la puerta hacia una conversación y comprensión social de las dinámicas perversas de poder, y de las secuelas del abuso sexual en niños y jóvenes vinculados a entornos institucionales. Gracias a los denunciantes contra el ex párroco de El Bosque, y a decenas más de sobrevivientes que alzaron su voz contra diversas congregaciones –maristas, ignacianos, Sagrado Corazón, Legión de Cristo, entre otras- fuimos haciéndonos parte en Chile, año tras año, de una verdad espantosa, develada en países del hemisferio norte mucho antes, a fines de los ochenta: el abuso sexual sistemático en la Iglesia Católica, habilitado por activos encubrimientos y obstrucciones de justicia, inclusive, de parte de sus máximas autoridades.
El A.S.I. en su mayoría ocurre a nivel intrafamiliar, pero no hay entorno humano que se libre de su ocurrencia: instituciones educacionales (con o sin régimen residencial), sistemas de protección (hogares y familias de acogida), el escultismo, diversas denominaciones religiosas –y sus escuelas y seminarios-, las universidades; y los deportes también, como hemos recordado con Simone Biles, sobreviviente de abuso sexual infantil y violación -por Larry Nassar, médico y predador sexual-, debió suspender su participación en Tokyo2020 por razones de autocuidado, ligadas a su trauma.
En el abuso institucional, el riesgo no está solo en uno que otro sujeto con inclinaciones agresivas sexuales, sino en formas de organización que tienden a las jerarquías rígidas, la impermeabilidad a los cambios, la obediencia o lealtad ciegas, el secreto como modo de relación, y la negación pasiva o deliberada de crímenes y abusos de poder, junto al abandono de las víctimas. En los pocos casos donde éstas han obtenido alguna respuesta, la extorsión suele ser un patrón en avenimientos e indemnizaciones por daños, donde no hay incondicionalidad sino sujeción a acuerdos de confidencialidad que significan un nuevo silenciamiento. ¿Cómo puede ser realmente reparatoria una justicia concebida en estos términos?
Fernando Karadima ha muerto. No fue un sacerdote “dicotómico”, “clave” ni una excepción: fue otro abusador eclesial perverso que no pasó un solo día en la cárcel debido a la prescripción, y pese a haber sido declarado culpable por el Vaticano y por la justicia. Chile hoy afortunadamente cuenta con imprescriptibilidad –desde la histórica ley promulgada en julio de 2019-, pero la impunidad que Karadima simboliza, y lo que revela de la Iglesia Católica y de otras instituciones cómplices de delitos terribles, se replica para miles de víctimas que continúan luchando por justicia.
La impunidad desgarra no solo vidas de sobrevivientes, sino el tejido social completo. Por eso los imperativos de prevención, de justicia y reparación necesitan comprometernos a todos y cada uno de nosotros. Entender que los abusos sexuales infantiles tienen responsables individuales e institucionales claros –que deben ser sancionados como corresponde-, es un factor autocuidado social, de crecimiento cívico y de recuperación traumática como país. Falta que nos hace.