Agnosticismo reformista
Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES
La elaboración de una nueva Carta Fundamental ha generado, entre varios otros, un debate sobre la forma de gobierno que debiese tener la institucionalidad chilena. En los últimos meses, hemos sido testigos de propuestas que varían desde distintas “intensidades” de presidencialismo hasta la importación de parlamentarismos europeos, pasando por híbridos peculiares y folklóricos. Sinceramente, ha sido un derroche de ingeniería constitucional sin precedentes, con picos de creatividad poética e hipérboles de esfuerzo politológico.
Todas estas voluntades parten de una premisa: las instituciones políticas por sí solas son tan importantes como para estructurar la dinámica política de una sociedad. Por lo tanto, al momento de diseñar las maquetas institucionales, sus arquitectos suponen que los actores políticos acatarán los linderos que se establecen. Para seguir con la metáfora, suponen que las personas usarán las puertas para ingresar a las habitaciones y no se meterán a ellas a través de las ventanas.
Pero la política latinoamericana nos ha enseñado que tenemos políticos que traspasan las paredes. Si bien Chile tiene un nivel de acatamiento institucional que forma parte de la cultura política de su clase dirigente, considero que hay demasiada fe -por momentos ciega- en el reformismo político. ¿Se ha puesto a pensar cuántas reformas institucionales se han realizado desde la tercera ola democrática en el continente con algún éxito? ¿Acaso no es América Latina un contra-ejemplo de la confianza desmesurada en el alcance de las reformas políticas? ¿No se le pone demasiado corazón y poca razón al reformismo? ¿Acaso cambiar parlamentarismo por presidencialismo resolverá mágicamente la desconexión de las élites? Sin dudas, resulta desproporcional todos los recursos políticos, académicos y de cooperación que se han invertido en el asunto confrontados con el resultado concreto de una institucionalidad que no ha contribuido a la gobernabilidad.
Con esto, no estoy opuesto al debate sobre cuál es la forma de gobierno más conveniente para el país. Pero sí quisiera advertir la vanidad del reformista que asume una utópica capacidad creadora del universo político. Como si no hubiésemos aprendido las lecciones de las idas y vueltas sobre la obligatoriedad de la participación electoral. Las reformas políticas más funcionales se legitiman en procesos sociales porque aquellas dan forma a los valores compartidos por quienes encarnarán las nuevas instituciones. Por ejemplo, las modificaciones en materia de paridad en la participación de mujeres y hombres han sido exitosas porque se han fundamentado en un cambio cultural positivo. En ese sentido, me parece más sugerente dirigir los esfuerzos reformistas en establecer mecanismos de participación directa, en el involucramiento de la ciudadanía en asuntos públicos, comenzando por el nivel local, para canalizar cierta energía deliberativa. Igual lo sugiero con la prudencia que portamos quienes nos ubicamos en el agnosticismo reformista.