SEÑOR DIRECTOR:
Mis abuelos paternos llegaron a Chile en 1906 con pasaporte otomano. Procedían del Valiato (provincia) de Damasco. Otros llegaron desde el Valiato de Beirut y el Sanjacado (distrito) de Jerusalén.
En su gran mayoría, quienes llegan a esta tierra entre fines del siglo XIX y hasta antes de la Primera Guerra Mundial, eran árabes de religión cristiana, una minoría no exenta de problemas en una zona bajo dominio musulmán. Luego de la caída del Imperio turco, quienes emigraron hacia el continente americano venían desde esos territorios, ahora bajo mandato francés o inglés.
Por otro lado, la emigración judía procede desde Europa y se asienta en Chile también con la esperanza de escapar de persecuciones religiosas y étnicas.
Actualmente, nace la cuarta generación y la remembranza de los bisabuelos e incluso tatarabuelos se hace lejana.
Hace algunos años tuve el honor de coordinar, junto con el Premio Nacional de Educación Abraham Magendzo, el primer diálogo intercultural árabe -judío. Hubo encuentros de jóvenes chilenos de ambas comunidades y se llevaron adelante debates sin escabullir el conflicto. Se entrevistaron a prominentes líderes comunitarios y se realizaron encuentros culturales, se visitaron iglesias y sinagogas y se hicieron diálogos en el Colegio Árabe y el Instituto Hebreo.
Los más viejos, que hoy ya no nos acompañan, nos comentaron que, en sus inicios, los inmigrantes y primeros descendientes árabes y judíos se apoyaban y trabajaban juntos.
Cuando llegaron, árabes y judíos fueron indeseados. Hoy, ambas comunidades son un ejemplo de integración positiva en muchos ámbitos de la vida nacional.
Frente al horror que hoy observamos en esa bendita tierra multiétnica, atizar el fuego es una afrenta al legado de nuestros ancestros y su esfuerzo de convivencia e integración. Es nuestro ineludible deber tender puentes para el diálogo y la paz.
Lorenzo Agar Corbinos
Doctor en Sociología
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