Un año después de la derrota
La actual oposición ha reflexionado poco sobre su derrota de 2017 y acerca de la pérdida de sentido de su práctica política, su largo desgaste, incorrecciones e incoherencias. De la quebrada Nueva Mayoría han surgido tres expresiones que no reflexionan ni trabajan juntas (y que en realidad tampoco compartieron en su momento el programa que firmaron): el PDC caminopropista, la no muy estrecha coordinación PS-PPD-PR y la coordinación que el PC hace con el PRO luego de haber sido sacado de los escenarios unitarios. Tampoco el Frente Amplio ha salido de su identidad constestataria-generacional y no ha ofrecido una interpretación de su exitosa emergencia en 2017 ni impulsado propuestas visibles.
Para avanzar en estos debates, la Fundación por la Democracia que dirige Victor Barrueto realizó mesas de intercambio en días pasados. Fui invitado a comentar una exposición de Rodrigo Valdés y coincidí con él en que las malas ideas inspiran malas políticas, pero con la interpretación de que son los axiomas y modelos neoclásicos al uso entre los economistas convencionales los que no explican ni predicen la evolución económica, ni menos inspiran buenas políticas. Constituyen una teorización de un prejuicio político (el "fundamentalismo de mercado", en la expresión de Joseph Stiglitz) a favor de los mercados desregulados y su supuesta capacidad de coordinación de los agentes económicos que optimizaría el uso de los recursos en condiciones de equilibrio. Nada de eso ocurre en las economías realmente existentes. No son una abstracción pertinente que describa las economías de mercado tal cual son, con agentes e información asimétricos, crisis periódicas, concentración del capital y de los ingresos y daño ambiental. Y no consideran las condiciones para que los mercados funcionen ni sus fallas en la asignación de recursos, lo que justifica una amplia intervención pública en la economía.
El liberalismo a la Friedman y Von Hayek lleva al extremo la fobia contra la esfera pública y las acciones colectivas racionales y democráticas. Defiende los intercambios descentralizados motivados por el afán de lucro sin limitaciones, aunque su resultado sea la inestabiidad, la desigualdad y la depredación. Este enfoque ha sido adoptado por economistas que han logrado un injustificado y amplio poder político en algunos gobiernos de la Concertación y en el de la Nueva Mayoría (algunos de los cuales provenían de la ortodoxia marxista-leninista y se reconvirtieron a una nueva ortodoxia), en contraste con los programas de esas fuerzas y con la opinión de sus partidarios. Muchos de los ministros de Hacienda no compartían los programas progresistas ni estaban de acuerdo con las reformas tributarias, laborales, de pensiones, de salud y educacionales capaces de reducir la desigualdad y proteger el ambiente. Esto se ha producido por el condicionamiento empresarial y mediático del sistema político y de los gobiernos. Y conducido al descrédito de fuerzas políticas que señalizan en campaña para un lado y en el gobierno giran hacia el lado contrario. Tema para la reflexión, en el que el mérito de Rodrigo Valdés es tratar con claridad de convercer al progresismo que adopte frontalmente el enfoque neoliberal.
Recordé que sus políticas no produjeron, para empezar, resultados aceptables de crecimiento del PIB. Este fue desde 1990 a 2009 de 5,3% anual promedio, muy superior al 3,5% de 1974-89. Pero en el de Bachelet II el crecimiento fue de solo 1,7% anual promedio, uno de los más bajos desde los años 1950. No se escuchó rendición de cuentas alguna en la materia por el exministro, que redujo la inversión pública contra toda lógica durante su gestión, entre otras medidas recesivas. Señalé que sus resultados distributivos fueron también muy deficientes. La desigualdad de la distribución del ingreso monetario venía bajando sistemáticamente, desde un coeficiente de Gini de 57,2 en 1990 a uno de 47,7 en 2015, según los cálculos del Banco Mundial. Pero la desigualdad subió en la segunda parte del gobierno de Bachelet II, quebrando inusitadamente la tendencia previa. Junto al aumento del coeficiente de Gini, también lo hizo el de Palma (cuantas veces representa el ingreso del 10% más rico aquel del 40% más pobre), que subió a 2,1 veces en 2017 desde 2,0 en 2015. Era de 2,4 veces en 2006 y 2,2 veces en 2013. Si antes se avanzaba lentamente, en el último bienio se retrocedió, sin que ningún responsable haya dado mayores explicaciones, lo que tampoco ocurrió en esta ocasión. En la OCDE, la relación 10-40 es de 1,2 veces en promedio (y de 0,9 veces en Dinamarca y Finlandia). Se necesita más producción con valor agregado y trabajo calificado, negociación colectiva, tributación progresiva y servicios públicos y transferencias en pensiones y apoyos a las personas a la altura del desafío. Ya no se puede seguir tergiversando. Salvo que se considere que no se puede hacer mucho al respecto, que es lo que Valdés insinúa.
Sobre el tema mencioné que las economías que más han acortado sus brechas previas de PIB con las economías de altos ingresos son las asiáticas (el precursor fue el Japón de posguerra, luego Corea del Sur, Taiwán, Hong-Kong y Singapur y hoy China, India y los países de la ASEAN), con gobiernos que intervienen, y mucho, sobre todos los mercados, mantienen políticas industriales, empresas e inversiones públicas en gran escala y políticas para mantener una desigualdad de ingresos relativamente acotada, favorecida por una fuerte demanda de trabajo calificado. Estas experiencias apenas fueron mencionadas. Agregué que, contrariamente a la leyenda neoliberal, históricamente buena parte de las economías más exitosas en el mejoramiento del bienestar de su población son las que han contado con política industrial y con Estados de bienestar financiados con altos impuestos directos, como las nórdicas y otras europeas, construidos desde la posguerra con una amplia redistribución cuando eran más pobres que Chile hoy. Logran, incluso en Estados Unidos, lo que no hacemos acá: disminuir sustancialmente la desigualdad de ingresos de mercado una vez que se aplican impuestos y transferencias. Pero lo que se escuchó fue un escepticismo sobre la viabilidad de producir disminuciones sustanciales de la desigualdad y una supuesta ausencia de experiencias en la materia.
Recordé, asimismo, que las emisiones por habitante de gases con efecto invernadero, que llevan a un cambio climático irreversible que sufrirían la nuevas generaciones si no se actúa para desacoplar el crecimiento de las emisiones, son en Chile las más altas del continente -después de Trinidad Tobago y Venezuela- y crecen aceleradamente. El tema ambiental ni siquiera fue mencionado en la exposición de Valdés, cuya distancia con la materia es conocida -primero el crecimiento, después se verá qué se hace con los otros asuntos de interés público- y le costó la salida del gobierno.
El progresismo que no produce resultados en reducción de la desigualdad ni de la huella ecológica, y además tampoco en crecimiento, no es progresismo. Tal vez pueda ser un social-liberarismo bajo en calorías, pero no un actor de transformación equitativa y sostenible que represente a la mayoría social, que es lo que se necesita reconstruir a la brevedad como factor de oposición a la gestión de la derecha y de alternancia progresista.
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