Un arancel para dominarlos a todos
La célebre trilogía de J.R.R. Tolkien, el Señor de los Anillos, popularizada masivamente por las películas de Peter Jackson, puede interpretarse como una reflexión sobre la relación entre el poder y la esclavitud. Todo el conflicto se basa en el epígrafe del primer libro. Los anillos cínicamente regalados a cada líder por el antagonista de la historia, y símbolos del poder que tenían sobre sus respectivos pueblos, eran finalmente una forma de dominación – progresiva pero irrefrenable – por parte de este mal superior que falsamente les reconocía dicha autoridad. Quien tuviera el anillo único, tenía el control sobre todos los demás. Y quien llevara en su mano el símbolo de su poder, era en realidad un esclavo.
Quitando toda valoración sobre el bien y el mal, quedémonos con la idea: no se requiere demasiado poder para controlarlo todo, siempre y cuando la herramienta del control sea la correcta y la codicia o inocencia de los controlados los lleve a aceptarlo voluntariamente. Y eso es lo que ha ocurrido, monstruos aparte, con el financiamiento de la educación superior.
La Ley de Educación superior establece la fijación de aranceles y la prohibición del copago por parte del Estado a las universidades como moneda de cambio para el otorgamiento del beneficio de la gratuidad. En esta transacción no hay filantropía ni buenas intenciones: el gobierno anterior se aseguró un logro político de proporciones históricas (aunque no rentó mucho en términos electorales, el pago de Chile le llaman), y las universidades pretendieron dejar atrás la molesta competencia de mercado, suponiendo que la gratuidad llenaría sus aulas per secula seculorum sin tener que ofrecer nada más que lo que el precio regulado permite financiar. Como el anillo imaginado por Tolkien, la fijación de aranceles es tentadora: ofrece recursos seguros e iguales para todos (aunque algunos son más iguales que otros, diría otro autor inglés) a cambio de la prohibición del copago y de, en algunos casos, un importante déficit financiero, que se ha estimado cercano a los 68.000 millones de pesos.
Es en este punto en el que, por candidez o error de cálculo, las universidades que adscribieron voluntariamente a la gratuidad no vieron el control que se cernía sobre ellas. Sin posibilidad de cobrar (es decir, sin poder contar con ninguna forma de financiamiento significativa diferente al fisco), y con el precio fijado por el Estado, se han vuelto esclavas del arancel regulado. No podrán crecer sobre el precio fijado. No habrá plan de desarrollo, infraestructura, creación artística, investigación o cualquier otra iniciativa propia y esencial a la universidad que no pase por la tarifa. Tan obsesionadas están con sus cadenas que han hecho seminarios para discutir sobre cómo calcular dichos aranceles regulados, algo que no está en su poder. Es interesante que se hagan esfuerzos por racionalizar dichas tarifas. Pero el control, no nos engañemos, será siempre del Ministerio de Hacienda, sin perjuicio de que algunos rectores seguirán gozando de envidiable influencia.
Incluso a pesar de los déficits y los otros problemas de la gratuidad, las instituciones que adscribieron no pueden esperar demasiados cambios en las condiciones, todas fijadas por ley. Pero hoy se discute en el Senado un nuevo crédito para la educación superior propuesto por el gobierno del Presidente Piñera, que, con la intención de competir con la gratuidad, ha ampliado la fijación de aranceles para las instituciones que adscriban al crédito, específicamente para los estudiantes del 60% más vulnerable. La pregunta que viene es ¿forzará el gobierno a las universidades no gratuitas a someterse a la regulación de precios? ¿Se permitirá que las instituciones que defendieron su autonomía frente a la gratuidad, aceptando competir en gran desventaja, sean obligadas por añadidura a perder su independencia?
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