Audaces versus sonámbulos

Manifestación Convención Constitucional


Por Juan Ignacio Brito, periodista

Despierta inquietud la manera en que ha comenzado a funcionar la Convención Constitucional, pues tiende a ratificar la presencia de signos de desintegración en el mismo ente que, según muchos, está llamado a ser pieza clave en la reconstrucción de la convivencia nacional. Frente a la acción decidida de un sector que no esconde sus propósitos refundacionales, parece haber un conformismo sonámbulo de parte de actores políticos relevantes, que no muestran capacidad de reacción en momentos en que se pasa por encima de personas, emblemas e instituciones.

Enfrentado a una coyuntura como la actual, todo actor político responsable debería plantearse, al menos, tres preguntas básicas: ¿Qué quiero? ¿Cómo puedo conseguir mis objetivos? ¿Quién y qué soy? Hoy, sin embargo, solo la izquierda radical parece capaz de contestar esas interrogantes. En el resto del espectro político reinan la desorientación, el miedo y el oportunismo.

Mientras los demás duermen, los audaces viven su hora. Amparados en la fuerza que les brinda su posición mayoritaria, pretenden ignorar las normas constitucionales que rigen el proceso, plantean medidas fuera de su mandato legal y mantienen un pie en las instituciones y otro en la calle. Dicen actuar en nombre de la democracia, pero una en la que imperaría sin contrapeso la voluntad general. “Somos el pueblo y nada nos detendrá”, vociferan.

Como respuesta, encuentran un silencio que a estas alturas solo puede ser catalogado como cómplice. Todos alaban el desempeño de la relatora del Tribunal Calificador de Elecciones durante la ceremonia de instalación, pero nadie parece atreverse a actuar con las virtudes republicanas que ella exhibió en la ocasión. Además de elogiarla tanto, ¿no sería bueno también imitarla?

Anestesiados por el extravío doctrinario, el sentimiento de culpa o el terror paralizante, los demás han dejado de reaccionar. La bandera y el himno patrio son mancillados; los carabineros huyen en pleno centro de Santiago ante las hordas que rodearon la Convención; un convencional de Vamos por Chile es agredido por “manifestantes”. Nadie se atreve a alzar la voz. Cabe suponer que los audaces tomaron nota del silencio.

El buenismo inocentón sugiere que no hay de qué preocuparse. No es así. Junto a otros previos y muchos más que seguramente vendrán, los hechos descritos apuntan a una realidad indesmentible: Chile camina paso a paso por una ruta peligrosa que repite un patrón de deterioro que ya han sufrido otros países. Dicha experiencia confirma que la peor amenaza para la democracia no radica solo en la acción decidida de un grupo organizado, sino también en la ausencia de voluntad y el derrumbe moral de aquellos que, estando en posición de defenderla, optaron por rendir sus voluntades ante la marea revolucionaria.

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