Opinión

Buen viaje, maestro

Archivo Histórico – Patricio Fuentes Y. Patricio Fuentes Y.

La partida de Mario Vargas Llosa deja un vacío enorme. Es, probablemente, el último de los grandes intelectuales públicos, aquellos que, en base a un talento poco frecuente, y a una inusitada disciplina de trabajo, fueron capaces de incidir de manera significativa en diversos campos del arte, la cultura y el debate público. El siglo XX, en tal sentido, fue pródigo en ese tipo de personajes.

El propio Vargas Llosa lo reconocía. Su primera gran influencia fue el filósofo Jean-Paul Sartre, a quien admiró profundamente, y de quien luego se alejó, sin vuelta atrás, por su condescendencia con la URSS y el castrismo. Luego se adentró en los textos de otro titán de las letras francesas, Albert Camus, quien resultó fundamental para cimentar su tránsito al liberalismo. Al levantar la mirada, hoy cuesta encontrar figuras de tal calado.

Reconozco que mi primera aproximación a Vargas Llosa no me marcó demasiado. Poco contribuyó el haber tenido que leer obligado La ciudad y los perros durante mi paso por el colegio. A comienzos de los noventa, la rutina escolar me parecía lo suficientemente ríspida como para poder disfrutarla en una obra de ficción. Sin embargo, años más tarde, la relectura del texto me voló la cabeza, en parte, por su maestría literaria, pero sobre todo por la agudeza con que desnuda vicios endémicos de nuestra cultura, como el clasismo, el cinismo y la violencia.

Su vasta producción narrativa, que abarca obras de altísimo nivel durante al menos cuarenta años, constituye una certera descripción de los principales males que han aquejado a nuestras sociedades: la corrupción y el autoritarismo (Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo); el fanatismo y los utopismos (La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta); los populismos y caudillismos (El pez en el agua), la marginalidad y la exclusión (La casa verde).

La elaboración de este catálogo no fue fruto de la casualidad. Corresponde a una concepción creadora que entiende la ficción, no como una mera fabulación gratuita, sino como una experiencia transformadora que hunde sus raíces en la realidad. No solo para entretenernos o evadirnos, sino para completar los inevitables vacíos de la existencia. O, como lo apunta en uno de sus mejores ensayos, para intentar encontrar la verdad de las mentiras. “Leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”, manifestó emocionado en su notable discurso de aceptación del Premio Nobel.

Es probable que el viaje literario de Vargas Llosa, en un principio, respondiese más a intuiciones que a un plan deliberado. Pero es indudable que, a medida que lo fue madurando, se consolidó en un cuerpo de ideas consistente, fruto tanto de la experiencia práctica como de la reflexión silenciosa. Por un lado, conocer la brutalidad de los socialismos reales (el Caso Padilla fue un momento decisivo). Por otro, la lectura metódica de autores liberales como Adam Smith, Isaiah Berlin y Karl Popper.

Aquello quedó plasmado en uno de sus últimos ensayos, La llamada de la tribu, una verdadera autobiografía intelectual en la que hace una poderosa defensa de la libertad, como valor supremo, y del liberalismo, como única doctrina capaz de brindar caminos razonables para alcanzar la paz y el progreso. Una libertad integral, que no es fragmentaria ni divisible. Y un liberalismo que no es dogmático ni se erige sobre pretensiones de superioridad moral.

Mario Vargas Llosa fue un escritor extraordinario. Pero también fue un demócrata de tomo y lomo, que rechazó utopías y dictaduras, viniesen de donde viniesen. “No hay dictaduras buenas o menos malas, porque el precio que se paga es intolerable”, fue el inolvidable mensaje que nos dejó años atrás.

Buen viaje, querido Varguitas. La eternidad ya es tuya.

Por Gonzalo Blumel, Horizontal.

Más sobre:Vargas LlosaLiberalLiberalismo

¿Vas a seguir leyendo a medias?

Todo el contenido, sin restriccionesNUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mes SUSCRÍBETE