Caída de la natalidad en Chile
El último boletín de estadísticas vitales elaborado por el INE -con información preliminar para el año 2020- da cuenta de que el número de nacimientos ha continuado disminuyendo en el país, registrando algo más de 194 mil, lo que representa 15 mil nacimientos menos que los catastrados el año anterior.
El indicador confirma el acelerado envejecimiento que viene experimentado la población chilena, asimilándose a lo que ya ocurre en varias economías desarrolladas. Una tasa global de fecundidad óptima debería ser de 2,1 hijos por mujer, lo que asegura el reemplazo generacional, pero desde el año 2000 dicha tasa viene ubicándose bajo el 2%, a lo que se suma el creciente aumento de la esperanza de vida al nacer de la población. Las proyecciones sugieren que para el año 2050 la población mayor de 60 años representará un tercio del total de habitantes, todo lo cual plantea exigentes desafíos en materia previsional y laboral, así como crecientes gastos en salud.
Desde luego, el hecho de que los chilenos estén aumentando sus años de vida representa una noticia muy positiva, pues es el reflejo de que las políticas de salud y las condiciones materiales han presentado avances sustanciales. Pero si ello no se acompaña de políticas que promuevan mucho más activamente la natalidad, los desequilibrios comenzarán a hacerse evidentes. Para el caso del mercado laboral, la fuerza de trabajo chilena presenta un nivel medio de edad en torno a los 40 años, superior al que exhiben varios países de la región. Es posible que la masiva llegada de inmigrantes en los últimos años haya permitido contar con una fuerza de trabajo más joven, dispuesta a realizar labores que demandan más esfuerzo físico -tal es el caso de la construcción, o labores agrícolas-, pero esta realidad no necesariamente seguirá ocurriendo hacia el futuro.
El gasto en pensiones también irá representando cada vez más una mayor parte del PIB para efectos de financiar prestaciones básicas, lo que presionará fuertemente las arcas fiscales. Esto debería ser un antecedente poderoso para efectos de diseñar el futuro sistema de pensiones, pues si se privilegia un modelo de reparto con escasos incentivos para el ahorro individual -tal como parece estar esbozándose en las propuestas de reformas que van ganando protagonismo- a largo plazo el sistema de pensiones podría representar gastos imposibles de financiar, que no sea a través de alto endeudamiento fiscal y una abultada carga tributaria.
A la luz de todo ello es fundamental que el país pueda mejorar sus índices de natalidad. Ello por cierto no debe ocurrir a costa de que las mujeres renuncien a su desarrollo profesional o a participar activamente en el mercado laboral, sino que debe centrarse en una combinación de políticas que no hagan recaer esta carga en la mujer, y que alivianen a las familias los costos asociados a la natalidad, probablemente esto último uno de los mayores desincentivos. Hombres y mujeres deben repartirse por igual el trabajo de criar a los hijos -los permisos parentales no deberían hacer distingos-, y desde el Estado los bonos y transferencias a las familias con hijos deberían incrementarse -es por lo demás el modelo que ha seguido Francia, con una de las más altas tasas de natalidad en Europa-, así como la masificación de guarderías, entre otras varias medidas.
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