Castillos de naipes, incertezas y temores
Por Magdalena Browne, decana de Comunicaciones y Periodismo de la Universidad Adolfo Ibáñez
Los gobiernos de todo el mundo han tenido que aprender que el coronavirus se combate escuchando el saber científico. Esta es una buena noticia. Sin embargo, dejarse guiar por el conocimiento experto no implica creer que existan certezas absolutas frente a nuevos riesgos y temores.
El sociólogo alemán Ulrich Beck describió con antelación el tipo de tensiones que ahora atraviesa la sociedad. Una y otra vez, observó en 1996 que los sistemas políticos y jurídicos fallan en relación a la seguridad y las garantías de protección prometidas frente a riesgos globales: “Las legitimaciones se resquebrajan. El banquillo de los acusados amenaza a quienes toman las decisiones. Por lo cual esta cabeza de Jano atemoriza a una clase política siempre en el filo de la crítica”. La actual pandemia es uno de esos riesgos, cuyo impacto pone en jaque los dispositivos científicos y políticos de control y mitigación conocidos hasta ahora.
Constatar lo anterior es duro para las autoridades. Así lo desprendemos de las declaraciones del ministro Jaime Mañalich, quien confesó que los ejercicios y fórmulas en los que creyó en un inicio para enfrentar el coronavirus cayeron como castillos de naipes. De sus palabras, creímos entender que estamos navegando en una suerte de oscuridad, pero en realidad esta es una época de grises, claroscuros y matices: los nuevos riesgos no son solo en materia de salud, sino también adquieren un carácter social y –como tal- no pueden ser abordados a partir de enfoques simples.
Mientras para los expertos el riesgo es -en teoría- calculable, el temor para las personas es una sensación más líquida y subjetiva. Antes del coronavirus y del estallido de octubre, los chilenos y chilenas declaraban en las encuestas temores más locales, cotidianos y de base socioeconómica, que expresaban una sensación de inseguridad general mayor y que -dicho sea de paso- fueron subestimados por otros tantos modelos que también se derrumbaron como castillos de naipes tras la irrupción del 2019.
Hoy, producto de la pandemia, se refuerzan las inseguridades de las personas ante la mayor probabilidad que ocurran eventos disruptivos, como la enfermedad y el desempleo, y se entremezclan con la ansiedad, al ser conscientes de que se vive una etapa inédita, cuyo término e impacto no se logra vislumbrar.
En la conformación del temor incide la autopercepción de vulnerabilidad –qué tan frágiles y con qué nivel de control nos visualizamos frente a situaciones de adversidad-, algo que sabemos que está desigualmente distribuido en nuestro país. Así también influye el manejo de expectativas. La política en su conjunto apela permanentemente a un control absoluto de aquello que provoca temor: la nueva normalidad es un ejemplo de eslóganes que enmarcan expectativas y crean la ilusión de que los problemas tienen fácil solución.
Los temores deben ser encauzados por el sistema institucional. No pueden dejarse a merced de liderazgos populistas, que se nutren del miedo y la rabia. En medio de la volatilidad y de la tensión social que vivimos en Chile y el mundo desde hace un buen tiempo, enfrentar nuestras incertidumbres supone ejercer nuevas formas de liderazgo, en todo el espectro político y social, que puedan reconocer la dificultad de lo que se viene, actúen con responsabilidad en el manejo de expectativas, sin subestimar la realidad de las personas, y -sobre todo- colaboren para acordar estrategias de largo aliento. Se trata de responder a uno de los desafíos observados por el filósofo Daniel Innerarity respecto a lo que denomina como democracias complejas: la capacidad de proyectarse en el largo plazo para encarar los problemas globales.
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