Chile: de Robespierre a Napoleón
Por Hugo Herrera, profesor titular Facultad de Derecho UDP
Las revoluciones son imprevisibles, pero tienen aspectos arquetípicos. Hay un instante de la ebullición, del asalto a La Bastilla. Sigue usualmente el momento entusiasta de los jóvenes ilustrados, llenos de odio al sistema decadente, bullentes de sueños de transformación. Es la etapa de Robespierre, símbolo del liderazgo cargado de energía y elocuencia, a la vez que incapaz de reírse de sí mismo: ¡Es tan alta la carga, tan egregio el llamado!
Las energías, sin embargo, se agotan. El combustible de la efervescencia se termina.
Tras las fiestas a la diosa razón, al proletariado vengador, viene el duro despertar, la sobriedad. Los entusiastas siguen embriagados, se detiene la música mientras estaban cantando. El penoso instante del balazo, la guillotina, termina con Robespierre.
Tarde o temprano viene el César; el liderazgo capaz de conjurar el miedo a los excesos, al desorden juvenil. Es el instante del implacable Napoleón, el artillero.
Una energía inmensa hizo su irrupción en 2019, y crujieron las bases del sistema desgastado. Tras la ebullición se instaló la conducción de Robespierre: los grupos de egresados de universidades de élite, colegios pagados e ideas sofisticadas, de afanes revolucionarios y redentores; la “juventud dorada” del Frente Amplio y el PC, bella y seria, sofisticada y desarraigada, como Robespierre.
Fue el tiempo de los severos, infalibles capaces de condenar de antemano al mercado como “mundo de Caín”; de pensar a la deliberación política como modo necesario de operación de la razón en su camino a una plenitud comunista; de tener tan claras las cosas que han llegado a desechar como “inaceptable” la posición del “escéptico”, de quien ose dudar que “en alguna cuestión” no haya una solución racional (remito a mi libro Razón bruta revolucionaria).
Los Robespierre, sin embargo, se volvieron de pronto cansadores en su borrachera festiva. Parecieron dominar la Convención Constitucional y encarnaron en una candidatura presidencial.
En la Convención, ciertamente, se ha dado cauce institucional al malestar, abriéndose el camino a grandes y necesarias reformas.
La candidatura de Boric propone, para un país que luce como cuerpo abierto en la “sala de operaciones” (de la constituyente), añadir todavía más cambios, “meterle inestabilidad”: avanzar con solaz por un camino grandilocuente de celebración en la ebullición.
Cambio sobre cambio sobrepasa, sin embargo, el sentido común. El cambio está palmariamente presente, en la Convención. Y nos lo recuerdan coléricos y adustos liderazgos. ¿Resiste, encima, el país un gobierno de los jóvenes revolucionarios? Tras los cambios, vuelve el clamor por orden y estabilidad. Y la historia es implacable (debieran recordarlo los desencarnados entusiastas): el arquetipo de Napoleón, guardando las proporciones, no deja de aparecer.
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