Cierre de la Región Metropolitana: ¿Dictadura sanitaria?

Santiago en fase 2


Por Rodrigo Poyanco, profesor e investigador de la Facultad de Derecho Universidad Finis Terrae. Doctor en Derecho por la Universidad de Santiago de Compostela

Ya a comienzos del siglo XIX, Benjamín Constant, en su libro “Principios de Política aplicables a todos los gobiernos”, decía que ningún argumento servía mejor al poder público para expandir su poder de forma abusiva que el de la “utilidad pública”. En nombre de esa utilidad, y aún animados de las mejores intenciones, los gobiernos contaban con una poderosa excusa para avanzar sobre los derechos y libertades de las personas. Ponía como ejemplo el que, forzando a los ciudadanos de un país a presentarse todos los días en la mañana a su respectiva comisaría policial de barrio, en fila y perfectamente ordenados, sería posible y efectivo combatir la delincuencia con una eficacia del 100%.

Desde luego, ese autor estaba recurriendo a la ironía y al argumento ad absurdum. Ciertamente, razonaba, así se acabaría la delincuencia; pero también, la libertad de las personas. Por ello -aun viviendo en la época de Napoleón, tan alejada de nuestras actuales democracias constitucionales-, el tono de su escrito da a entender que a ninguna autoridad se le ocurriría recurrir a semejantes medidas. Sería, valga la redundancia, absurdo.

En cuestiones relativas a la pandemia, no nos compete evaluar políticas sanitarias ni pretendemos competir con los verdaderos expertos en estas materias. Pero sí nos incumben los efectos colaterales de esas medidas sobre la defensa de los derechos y libertades de las personas. Probablemente aquel pensador se asombraría de advertir que hoy, nuestras autoridades podrían estar superando con creces lo que él, por imposible de concebir, planteaba como mero ejemplo teórico. Si las cifras que manejamos son correctas, todo indica que en el momento en que se escribe esta columna, la presencia de 2.367 casos activos de coronavirus en la Región Metropolitana ha movido a la autoridad a encerrar dentro de los límites de la ciudad a siete millones de habitantes, prohibiendo, de paso, numerosas actividades legítimas.

El paralelo, con el ejemplo de Constant es evidente: “¿Debemos combatir una pandemia que afecta, en este momento al 0,04% a la población de la Gran Capital? Pues es muy fácil: privemos al 100% de los ciudadanos de su derecho a la libre circulación”. Siguiendo esta senda -permítasenos recurrir también al argumento del absurdo-, imaginemos otro caso relacionado con la libertad de circulación: si cada uno de los 89.983 accidentes de tránsito producidos en Chile en 2019 -muchos de los cuales tienen consecuencias terribles para sus protagonistas- afectase solo a una persona, esto equivaldría a un problema que implica a casi el 0,5 por ciento de la población nacional ¿sería razonable -y no solo eficaz- combatir esa clase de accidentes con una prohibición absoluta a la circulación en automóviles particulares?

Por cierto, no se trata de dudar de la intención de las autoridades sanitarias ni de la necesidad de combatir la pandemia. El problema es aplicar un remedio que podría ser peor que la enfermedad. Aunque insistimos en nuestra evidente impericia en materias propiamente sanitarias, no dejan de llamar la atención algunas cifras de países vecinos y los efectos globales de esta clase de medidas. Argentina apostó desde el comienzo de la pandemia por un encierro absoluto de la población, y de acuerdo a un índice recientemente publicado por Bloomberg, está en manejo de la pandemia en el penúltimo lugar entre 53 países medidos. En julio, la Universidad de Cambridge posicionó a España, otro país con durísimas medidas de encierro, como el país con la peor gestión entre los 33 países allí evaluados. Hasta hoy, ambos países muestran a nivel mundial algunos de los más altos niveles de mortalidad por número de habitantes. Las medidas de encierro o lockdown para la población, entonces, no parecen ser decisivas hasta ahora, en la obtención de una mejora en los índices de contagio de la pandemia.

Por otro lado, los efectos destructivos de estas medidas sí parecen estar cada vez más claros. Las cifras económicas de los países mencionados son realmente alarmantes (en el caso de Argentina, el ranking Bloomberg mide también el desempeño económico). En lo que dice relación con la calidad de vida, The New York Times informó de un estudio científico que demuestra cómo producto de la pandemia y al consiguiente lockdown, ha aumentado la tendencia a la obesidad en las personas, la falta de ejercicio, los problemas de sueño y la sensación de angustia; es decir, fuentes seguras de otras futuras enfermedades. Las medidas contra la pandemia han afectado también a las manifestaciones del espíritu humano -más necesarias que nunca en estos tiempos-, como nos lo recuerda, por ejemplo, una demanda que tuvo que ser interpuesta por las confesiones católica, judía y ortodoxa, en EE.UU., en contra de las medidas restrictivas adoptadas por el Estado de Nueva York contra las celebraciones públicas de dichos cultos; demanda que tuvo que escalar a la Corte Suprema norteamericana para ser finalmente aceptada. En el mismo sentido, hemos visto protestas y reclamos en Francia y España. Aún en nuestro amado Chile, los alcaldes que -oh veleidades de la política- en marzo clamaban a los cielos por una extensión de la cuarentena absoluta a sus comunas, apelan hoy al Grinch para encontrar una forma de calificar las nuevas medidas restrictivas del gobierno, adoptadas encima de las fiestas de fin de año.

Traducido lo expuesto en términos jurídico-constitucionales, entonces, podemos apreciar cómo en nombre del combate a la pandemia se desvanecen ante nuestros ojos no solo el derecho a circular libremente por nuestro país, sino también nuestros derechos a la libertad de conciencia, al trabajo, al libre emprendimiento, a la inviolabilidad del hogar -recordemos las medidas de fiscalización que fueron aplicadas en Fiestas Patrias- y, eventualmente, a nuestra propia integridad física y síquica, en aquellos casos en que la movilidad física resulta de necesidad terapéutica para controlar, aminorar o prevenir ciertas dolencias físicas o mentales. Para qué referirnos a la calidad de vida, incluyendo ciertamente el plano afectivo y familiar. En nombre de la sanidad pública, lo que estamos viviendo (quien lo hubiese dicho por estas mismas fechas, el año pasado) ya no parece muy lejano a una distopía totalitaria.

El filósofo y político francés Benjamín Constant argumentaba ad absurdum porque entendía que los fines de utilidad social, por legítimos y necesarios que sean, deben alcanzarse mediante procedimientos y medios también legítimos y de sentido común. Esos procedimientos, en un estado de derecho constitucional, no solo deben pasar por un cierto margen de razonabilidad técnica, sino también por respetar los sagrados derechos constitucionales de los ciudadanos. Es cierto que jurídicamente hablando, en un estado de catástrofe nuestras autoridades tienen facultades constitucionales para limitar la libre circulación de las personas. Es cierto también que hay que combatir la pandemia. Pero esto no puede significar una facultad absoluta e ilimitada para ejercer aquellas atribuciones de una forma que, según todo indica, podría terminar siendo tan destructiva del tejido social como la epidemia que se intenta combatir. Desde nuestra impericia técnica en lo sanitario, pero también desde el convencimiento sobre el valor de los derechos constitucionales, llamamos respetuosamente a la autoridad a evaluar y reconsiderar estas medidas a la luz del sentido común, y al mundo jurídico a elevar la voz en defensa de las libertades de las personas.