
Ciudad barra brava

El título de esta columna está tomado del excelente libro País Barra Brava de Juan Cristóbal Guarello, uno de los pocos periodistas que nunca idealizó el rol de estos grupos de choque del fútbol durante el estallido. Mientras Daniel Matamala afirmaba que la violencia era un “método efectivo para lograr transformaciones” en su famosa columna “Ocaso del idiota”; Guarello siempre dijo que estos supuestos luchadores sociales no eran más que delincuentes amantes de la plata y la destrucción. Y el tiempo le dio la razón. Luego de cinco años del estallido, la nueva sociedad que celebraba Matamala citando a Marx, terminó en dos procesos constitucionales fracasados y un país más pobre y violento.
Las barras bravas aumentaron su poder y se han transformado en una amenaza para la seguridad nacional por su capacidad de desestabilizar ciudades completas en cosa de horas.
Volvamos nuevamente al estallido. Mientras la clase política celebraba la salida institucional a la crisis mediante el acuerdo de Paz y Nueva Constitución del 15 de noviembre, la Garra Blanca atacaba cinco comisarías y siete estaciones de Metro, como venganza por la muerte de un hincha atropellado por un bus de Carabineros el 20 de enero de 2020.
La última muestra de fuerza fue el pasado 11 de abril como resultado de otro atropello que dejó dos hinchas fallecidos, incluido un menor. La Garra Blanca armó barricadas en 14 comunas de la capital. Luego atacó comisarías en Huechuraba y Cerro Navia, quemó buses y disparó fuegos artificiales ilegales en cinco puntos de la periferia en la más completa impunidad. Además hubo desmanes en varias regiones del país.
¿Cómo pudieron coordinar un ataque de tal envergadura? La clave está en los piños, que son facciones de la barra asociadas a barrios, que operan en red pero sin un liderazgo central como ocurría en los tiempos de Pancho Malo. Ahora cada piño se manda solo, y domina barrios que arrastran problemas crónicos de segregación, narcotráfico y violencia. Los “Thetestables” mandan en Pudahuel Sur, “Los Cobras” en el sector poniente de Maipú, “Volcan 3” en una parte de Bajos de Mena y “Barrio Albo” en la San Gregorio. Su presencia se reconoce por los postes de luz pintados con los colores del club y los murales con las gráficas y códigos del piño, que suelen incluir armas de fuego y capuchas.
El jueves 19 de abril, Colo Colo cumplió 100 años y sus festejos dejaron otra estela de destrucción y muerte. En una plaza de Lampa un grupo de barristas de la Universidad de Chile lanzó fuegos artificiales para opacar la celebración de sus rivales. Estos se dieron cuenta y les propinaron 25 balazos, dejando un muerto y cinco heridos graves. En Puente Alto dos niños que celebraban junto a piños de la Garra quedaron con riesgo vital luego de otra balacera. Según testigos, los tiradores habrían sido integrantes de Los de Abajo de la Universidad de Chile.
Esta pugna entre las barras de estos dos equipos se vive todos los días en la ciudad. Poblaciones como Santo Tomás de La Pintana o Los Quillayes de la Florida están divididas y en permanente tensión por el control que ejerce cada barra sobre postes y muros. Esta demostración de fuerza ha escalado a límites insólitos en Santo Tomás de La Pintana o la población La Victoria, donde las barras bravas pintan fachadas completas de viviendas, sin que sus vecinos puedan reclamar o pasearse con la camiseta del equipo rival.
El fiscal nacional Ángel Valencia insinúo que podía haber financiamiento de los clubes a estos delincuentes. De ser así, el Estado debiera querellarse por asociación ilícita metiendo a la cárcel a dirigentes y líderes de piños. En paralelo, se requiere intervenir los barrios tomados por las barras, que es donde se origina el flagelo que termina en los partidos. Sin ese trabajo urbano y social, cualquier política de estadio seguro está condenada al fracaso.
Por Iván Poduje, arquitecto
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