Ciudad blindada
Lo más doloroso de estos dos meses de estallido social ha sido la instalación de la violencia como parte de la "nueva normalidad" que algunos cruelmente celebran. La crudeza de esta violencia no puede normalizarse, menos perpetuarse o justificarse cuando según el INDH nos ha costado al menos 26 vidas, 3.500 heridos y 23 pérdidas oculares. A ello se suman la destrucción y daños a más de 1.220 locales comerciales y supermercados, 287 edificios públicos, 137 estaciones de Metro y la pérdida de cientos de miles de empleos. Debemos condenar y detener esta vorágine de provocación y reacción entre grupos antisistémicos y carabineros, así como las violaciones de derechos humanos antes que sea irreversible.
A esta violencia explícita, se suma otra más silenciosa e inefable, que horada nuestra convivencia diaria: la violencia del miedo y desconfianza hacia el otro. La semana anterior visité el centro de Concepción, Antofagasta y Santiago; y el panorama es realmente desolador, no solo por la destrucción total del paisaje urbano, los rayados con consignas de odio desatado y la vandalización; sino además porque la mayoría de los locales comerciales e instituciones púbicas y privadas se han visto obligados a proteger sus fachadas, ya no con paneles de madera temporales o rejas, sino con estructuras y planchas de acero, con anclajes permanentes y armaduras de gran envergadura.
Si bien la semana pasada vivimos una aparente tregua, las calles y paseos comerciales volvían a activarse con transeúntes, muchos ambulantes y una que otra decoración navideña, la tensión se respiraba en el aire junto al picor de las lacrimógenas disparadas la noche anterior. Se trata de una violencia distinta a la del vandalismo -que ataca en breves e intensas escaramuzas-; en este caso se mantiene latente todo el día, recordándonos que esto no fue un mal sueño, sino una realidad que nos acompañará por largo tiempo, obligando a empleados y funcionarios a vivir encerrados bajo la penumbra de láminas de acero y a los transeúntes a experimentar un paisaje apocalíptico.
Si bien nos indigna la violencia que destruyó nuestros principales centros urbanos, tenemos que reconocer que esa violencia en parte se sembró en el constante abandono del espacio colectivo en las periferias: lodazales, basurales y territorios que quedaron controlados por los narcos o a merced de las barras bravas, los mismos que hoy dominan los espacios simbólicos de nuestras ciudades.
Algunos colegas celebran que ahora Plaza Baquedano sería más "digna" porque se parece a las plazas abandonadas de la periferia, y a otros proponer que no se reconstruya el espacio público con adoquines o baldosines debido a su facilidad para ser utilizados como proyectiles. Podemos estar muy violentados, pero no somos violentos. Aceptar ese tipo de ideas, así como mantener las fachadas blindadas marcará el triunfo de quienes ven en el conflicto violento, la lucha de clases y la desconfianza hacia el otro el camino para imponer su ideario antidemocrático. La inversión y el cuidado del espacio público de calidad no son un gasto, son el principal atajo hacia la equidad.
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