Columna de Daniel Matamala: Esclavo de sus palabras
"Los afectos son un punto ciego peligroso para los presidentes. Poner a amigos y familiares en cargos de Estado es siempre una pésima idea. No sólo por las acusaciones de nepotismo, sino porque cualquier desaguisado que cometan los vincula directamente al Presidente. Los cargos de confianza deben ser fusibles que salten de inmediato para proteger al Jefe de Estado. Cuando se mezclan los afectos, su rol se contamina y se expone directamente al Presidente al daño".
La alternancia en el poder tiene sus virtudes. Una de ellas es desnudar cómo los discursos suelen ser perfectamente intercambiables. Basta que el gobierno pase de un sector al otro para que lo que antes era lógico, entendible y justificable se vuelva un escándalo, y viceversa.
Es lo que ha ocurrido esta semana con las designaciones de embajadores políticos del Presidente Boric.
Los que ponían el grito en el cielo por la repartija de estas regalías, ahora estrujan su creatividad para buscar argumentos que justifiquen la piñata. Y al revés, quienes hace poco se beneficiaban de estos cargos, ensayan ahora sus mejores frases de indignación.
Hipocresía pura.
Las embajadas políticas existen, porque son útiles a los gobiernos, no al Estado. Son comodines de lo más prácticos. Pueden usarse para contentar a partidos cuyos votos son necesarios en el Congreso, para entregar premios de consuelo a dirigentes influyentes que afrontan el desempleo, para silenciar en un exilio dorado a críticos incómodos, o para dejar en la banca de suplentes, listos para saltar a la cancha cuando sean llamados, a eventuales planes B para el gabinete.
Ninguna de esas razones, por supuesto, es presentable de cara a la opinión pública, y por eso los gobiernos -de izquierda o de derecha- suelen enredarse en explicaciones poco creíbles acerca de los méritos de cada uno de los elegidos para asumir en tal o cual legación.
La cercana e influyente embajada en Argentina ha sido lugar de refugio para exministros y exparlamentarios necesitados de una ocupación temporal, como Edmundo Pérez Yoma (DC), Jorge Arrate (PS), Miguel Otero (RN), Adolfo Zaldívar (PRI), Marcelo Díaz (PS) o Nicolás Monckeberg (RN). Esta vez la piñata le tocó al PC. Nada nuevo bajo el sol. Y así ocurre también con Brasil, España y las demás legaciones donde tradicionalmente se nombra a políticos en vez de diplomáticos de carrera.
¿Hay, entonces, algo distinto cuando esta misma maniobra la realiza el gobierno de Boric?
Sí, y es un tema de expectativas.
Uno de los factores fundamentales que llevaron al poder a un Presidente del Frente Amplio fue su promesa de renovación respecto de las viejas prácticas que marcaron a los conglomerados políticos tradicionales. Más que confianza en su gestión o eficiencia, la expectativa implícita en el liderazgo de Boric es un aire nuevo que descontamine las prácticas de la política tradicional.
La vara con que Boric será medido en este ámbito es, por lo tanto, mucho más rigurosa que la de sus antecesores. La sensación de ser “más de lo mismo” sería dinamita para el prestigio del gobierno.
El Presidente es, además, esclavo de sus palabras. En octubre de 2021, hablando a los diplomáticos de carrera, dijo que hay que “evitar el compadrazgo, el pituto, el premio porque ‘no ganaste la elección, así que te mando para allá’ (…). Las embajadas no pueden ser un premio de consuelo”.
Y, sin embargo, ahora tenemos los premios de consuelo habituales. Bárbara Figueroa (PC), derrotada en la elección de convencionales, rumbo a Argentina. Sebastián Depolo (RD), perdedor en dos elecciones consecutivas, para gobernador y senador, con pasajes a Brasil. Paula Narváez (PS), vencida en las primarias presidenciales, yendo a la ONU.
La designación más compleja es la de Javier Velasco en España. A diferencia de los casos anteriores, no hay razones de política interna para su nombramiento en una de las embajadas más relevantes para Chile. Él no es un peso pesado que requiera un lugar, ni soluciona un problema con ningún partido. Es un amigo personal del Presidente desde su época de universitario. “Mi rol en la política, en este partido”, dijo el propio Velasco hace unos meses, “es ser la persona cercana a Gabriel que no siempre le encuentra la razón, que lo cuestiona y que le propone otra forma de entender las cosas”.
Una designación que recuerda la de Pedro Pablo Díaz, el gran amigo del Presidente Piñera que en sus gobiernos se paseó por las embajadas de Australia y Portugal. O la de María Angélica Álvarez, la “Jupi”, íntima amiga de la Presidenta Bachelet, quien en su segundo mandato llegó a una agregaduría en Italia.
Los afectos son un punto ciego peligroso para los presidentes. Poner a amigos y familiares en cargos de Estado es siempre una pésima idea. No sólo por las acusaciones de nepotismo, sino porque cualquier desaguisado que cometan los vincula directamente al Presidente. Los cargos de confianza deben ser fusibles que salten de inmediato para proteger al Jefe de Estado. Cuando se mezclan los afectos, su rol se contamina y se expone directamente al Presidente al daño.
Lagos vivió la peor crisis de su gobierno cuando su yerno, el vicepresidente de Corfo Gonzalo Rivas, se vio enredado en el escándalo de Inverlink.
Piñera ensució el comienzo de su segundo mandato al nombrar a su hermano Pablo como embajador en Argentina, designación que debió revertir en medio de un escándalo, y reforzó la imagen de nepotismo al llevar a sus hijos a reuniones oficiales en China.
Y Bachelet echó por la borda su gobierno cuando estalló el caso Caval, con su hijo, Sebastián Dávalos, ocupando un cargo público en La Moneda.
Boric ya dio una señal de debilidad al contradecir su promesa de campaña y designar a su pareja, Irina Karamanos, como primera dama. “No puede haber cargos en el Estado que tengan que ver o estén relacionados con el parentesco del Presidente o con nadie (...). Vamos a abolir esa institución”, había dicho como candidato.
Darle una embajada a un amigo es un segundo error no forzado sin ninguna justificación política.
Aquí, como en otros temas, el Presidente haría bien en recordar que cada promesa no cumplida será una resta en el capital político que necesita para cumplir su programa.
Y que él, por la naturaleza misma de su liderazgo, centrado en la ética y la renovación, será, más que ninguno de sus antecesores, deudor de sus promesas y esclavo de sus palabras.