Columna de Daniel Matamala: "La guerra de don Sebastián"
Usar a los militares en juegos políticos nunca es gratis. Es de esperar que, un siglo después, la "guerra de don Sebastián" quede solo como una desafortunada frase.
Hace 99 años, la vieja república aristocrática crujía por los cuatro costados. Tras una tensa campaña electoral, el candidato populista Arturo Alessandri estaba a las puertas de La Moneda. Un Tribunal de Honor debía ratificar su ajustada victoria en las elecciones.
Entonces ocurrió una maniobra pintoresca, que pasó a la historia como "la guerra de don Ladislao".
El ministro de Guerra, Ladislao Errázuriz, acusó un plan de Perú y Bolivia para cobrarse revancha de la Guerra del Pacífico. El gobierno movilizó las tropas hacia la frontera norte, y el fervor patriótico llevó a muchos jóvenes, entre ellos al futuro santo Alberto Hurtado, a enrolarse.
Pronto quedó claro que el plan no existía y que todo era una maniobra para sacar de la capital en esos días de ambiente golpista a la Guarnición Santiago, considerada alessandrista. La Fech lideró los cuestionamientos y sufrió los costos. Una turba nacionalista atacó y destruyó su sede, y uno de sus líderes, el poeta José Domingo Gómez, murió tras ser arrestado y torturado. El mismo día de su funeral, y ya con don Ladislao al descubierto, el Congreso ratificó a Alessandri como Presidente.
La imaginaria "guerra de don Ladislao" había terminado, sin guerra por cierto, pero sí con enfrentamientos, destrozos y un mártir.
Casi un siglo después, la palabra "guerra" vuelve a escucharse, ahora de boca del Presidente Sebastián Piñera. "Estamos en guerra contra un enemigo poderoso", afirmó en el punto cúlmine de la seguidilla de errores que sepultaron en apenas unos días la agenda de su gobierno.
Piñera pasó de la complacencia extrema a la paranoia en apenas horas. El jueves 17 afirmaba que Chile era un "oasis". El viernes 18 en la noche comía pizza en un restorán de Vitacura mientras Santiago ardía en llamas. A esa frívola placidez siguió la declaración de estado de emergencia, el despliegue militar, el toque de queda y finalmente la declaración de guerra.
Según la Constitución, en situación de guerra externa o interna, el Presidente puede declarar estado de sitio, algo que ocurrió por última vez tras el atentado a Pinochet, en 1986. Pero, más allá de ese extremo, la señal para los militares es peligrosísima. Se le dice a personal preparado para matar en una guerra que está precisamente en una, en un contexto lleno de roces e incidentes en los que basta una chispa para desatar una masacre.
Ese peligro empujó al general Javier Iturriaga a ponerse al borde de la insubordinación con su ya célebre frase: "Soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie". Contradecía explícitamente al Presidente de la República, pero enviaba un mensaje claro a su gente en terreno. Aquí no hay ninguna guerra que pelear.
En el Ejército entienden que están sometidos a una situación explosiva, en que pagarán los costos por cualquier desborde. Porque la responsabilidad por eventuales violaciones a los derechos humanos caerá en ellos, no en las autoridades civiles que prenden la mecha. Al momento de escribir esta nota, ya hay al menos cuatro muertes en que estaría involucrado personal militar.
¿Por qué el gobierno llegó a este extremo?
La Moneda está lastrada por la uniformidad de un gabinete que más parece un club de amigos: dos tercios de los ministros provienen de seis colegios católicos del barrio alto de Santiago.
Desconectados del Chile real, convencidos de que la opinión pública se mide a punta de hashtags y encuestas con preguntas dirigidas, lo que ocurrió desde el viernes fue una sorpresa traumática.
Los ambientes claustrofóbicos favorecen la paranoia. El angustiado audio de Cecilia Morel ("estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena") lo muestra a las claras.
Hay también intereses en juego. El más influyente orejero del Presidente, su primo Andrés Chadwick, es el primer responsable del clamoroso error de cálculo que impidió al gobierno desactivar la explosión social a tiempo. Extremar la apuesta es una válvula para no retroceder y para que una ciudadanía asustada se vuelque hacia quien prometa orden.
Pero las guerras imaginarias tienen efectos reales. Aunque es recordada como una anécdota chapucera, la "guerra de don Ladislao" indignó a la oficialidad joven, que se sintió utilizada por el poder político, y fue el primer paso en los acontecimientos que llevarían al "ruido de sables" y el derrumbe de la república parlamentaria.
Usar a los militares en juegos políticos nunca es gratis. Es de esperar que, un siglo después, la "guerra de don Sebastián" quede solo como una desafortunada frase.
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