Columna de Alfredo Jocelyn-Holt: Al pie de la estatua aquella
Lo que va de ayer a hoy. Hace cien años la revolución se hacía con corbata y en serio, mientras que, hoy, los que la promueven son incapaces de garantizar solvencia alguna aunque, cuidadosos de su pellejo, es posible que tengan seguros comprometidos. Valgan dos imágenes que lo ilustran.
Arthur Koestler en Flecha en el Azul, primer tomo de su autobiografía, cuenta cómo durante la Comuna soviética húngara de 1919, los revolucionarios se dedicaron a cubrir las estatuas de Budapest -ciudad saturada de monumentos pompier- con armazones esféricos de madera de hasta 15 metros que después cubrieron con paños rojos llamativos. “Parecían globos cautivos, anclados en las plazas, dispuestos a levantar por los aires a la ciudad entera”. Notables llegaron a ser también los afiches cubistas y futuristas ensalzando “al trabajador anónimo, al campesino y al soldado”, ninguno de ellos “el retrato de un líder”. Por supuesto, el autor no se detiene en destrozos, ni en intentos de llenar la ciudad entera de grafitis que no los hubo.
En cambio, pasan cien años y la revolución se banaliza a más no poder. Pensemos en la cosecha local. Arrancan de cuajo monumentos, dejando vacíos los pedestales para, ahora último, tras un giro insólito, convocar a periodistas y sus cámaras a una sesión fotográfica con caras de devoción y circunstancia. Homenaje en que se retratan frente a ogros antes aborrecidos, rindiéndoles ahora honores, para luego, cual pulgarcitos, hacerse de botas de siete leguas y dar las zancadas correspondientes. “Si en el futuro lejano se nos recuerda a los Cariola, Jackson, Vallejo y Boric de la actual generación como hoy se recuerda a Aylwin, Frei, Leighton, Tomic, Fuentealba… sin lugar a dudas, habremos cumplido nuestro cometido”. Está visto que lo que antes requería arrojo y convicciones, hoy precisa, a lo sumo, de desvergüenza. Claro que a juzgar en qué ha terminado el vaiveneo falangista, podrían haber pensado mejor la analogía.
La otra imagen en la cual quizá deberían reparar, figura también en la autobiografía, cuando Koestler recuerda qué pasó con uno de los dos fox-terriers que llevaron al espacio los personajes de En alrededor de la Luna de Julio Verne. Cuento corto: se murió “Satélite”, así se llamaba el animal, y decidieron arrojarlo fuera del cohete, al éter ingrávido. Y vaya el espanto cuando se dieron cuenta que el perro hecho fiambre los seguía y miraba fijo manteniendo la misma velocidad y órbita. “¡Su cadáver acusador nos habrá [de seguir] por el espacio como un remordimiento!”. Que es lo mismo, supongo, que tras hacer la revolución se les aparece Aylwin y su sonrisa-mueca. De película de terror y pesadilla recurrente.
Es cosa de leer historia y poesía para darse cuenta que hay quienes no tienen una perra idea de lo que hacen; no basta con solo levantar la pata.
Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador