Columna de Alfredo Jocelyn-Holt: La falta de grandeza
“Algunos nacen grandes, algunos alcanzan la grandeza, y a otros la grandeza le es impuesta”. Así distingue Shakespeare en “Noche de Reyes” los tipos de magnificencia que por siglos han brindado muestras extraordinarias de carácter, fuerza moral, excelencia artística, y humanidad superior. El primer motivo alude a nobleza, la antítesis de nuestro igualitarismo actual, por lo mismo ha perdido reconocimiento. El segundo, próximo a lo que todavía llamamos meritocracia y que tradicionalmente sirviera para vencer orígenes tenidos por modestos (“la carrière ouverte aux talents” de Napoleón) peligra con desaparecer. El tercero, sin embargo, fruto de circunstancias, fortuna u oportunismos (no pocos de ellos plutocráticos cuando no cínicos) campea. No porque sus personificaciones resulten admirables sino porque la necesidad de grandeza sigue viva y el vulgo se satisface con muy poco, sea barato o chabacano.
Un contrasentido análogo al que se extendió demagógicamente después de 1918 en Italia y Alemania, antiguos focos de civilización, con catastróficas consecuencias. Y que viene manifestándose desde hace sesenta o más años al dejar de impresionar ese asombroso renacer de mundos en cenizas que fue alguna vez la Postguerra. Tras la cual han seguido tremendas derrotas de izquierdas revolucionarias (1968, 1973, 1989, una Cuba agónica en vitrina, y una descolonización patética) por las que activistas igual porfían. Nada de qué extrañar si el neoliberalismo les sigue proporcionando motivos; sus deficiencias son notorias y eso que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” (F. Jameson). No nos hagamos los que no entendemos. Este último modelo del capitalismo genera un especial repudio: es brutal, el mercado atosiga con productos y servicios de cada vez más mala calidad y vulgaridad, y la tontera propagandística con que se promueve es un negocio a gran escala que de llegar a ofrecer grandeza es mediante engaños. A lo sumo, éxitos populistas estilo Trump, y una proliferación comunicacional avasalladora que daña el cerebro con basura trivial (“brain rot”).
Es decir, por la izquierda y derecha estamos sin salida, y todo porque no hay grandeza auténtica, que cuando se la ve es evidente. El otro día me tocó estar en la antigua fábrica Yarur que es para dejar boquiabierto a cualquiera, por eso lo digo. Materiales nobles, sólidos, terminaciones únicas. Espacios colosales equiparables, guardando las proporciones, a estaciones más actuales y gigantes del Metro aunque terminada la fábrica en 1937, seis u ocho décadas antes. Y que en su momento llegó a acoger a cinco mil trabajadores y se encargó de vestir a los chilenos con las mejores telas producidas en el país. Es que la épica hace rato ha desaparecido, pero en esta ciudadela sigue demostrando que es posible.
Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador