Columna de Alfredo Jocelyn-Holt: La piedra filosofal

Le Corbusier
La piedra filosofal.

La sola amenaza bacheletista ha producido rechazos desde la derecha a izquierda ya antes, y anticipa volver a generar masoquismos en confundidos.



Esta columna estaba pensada para hablar sobre una tercera candidatura presidencial de Bachelet que aun cuando más le daba vueltas y la idea misma me produjera un sopor previsible, me decía también que para no pocos les resultaría magnífico. No puede ser, sin embargo, que a los chilenos se nos condene a repetir falsas “normalidades” impuestas. Cómo va a ser que la falta de imaginación política se contente con cavar trincheras y se nos hunda aún más en el empantanamiento en que estamos desde hace dos décadas. La sola amenaza bacheletista ha producido rechazos desde la derecha a izquierda ya antes, y anticipa volver a generar masoquismos en confundidos. Por qué no nos abrimos, por último, a horizontes atípicos, no convencionales, a falta está visto de cordura confirmada.

El propio Newton, descubridor no solo de leyes físicas (inercia, aceleración y acción versus reacción) y de la gravedad, se obsesionó con la alquimia para callado. ¿Delirios? Para nada, era también teólogo y no se contentaba con solo la sensatez y razonabilidad convencional y menos si la alquimia se vinculaba a la longevidad de patriarcas que el pasado bíblico y otras culturas registraran, conocimiento que luego la humanidad perdiera. Y todo porque dar con la piedra filosofal era, según tradiciones inmemoriales, hacerse de componentes milagrosos potentísimos, elíxires capaces de sanar, producir oro a partir de metales ordinarios, rejuvenecer, prolongar la vida. Y por mucho que se trate de saberes desacreditados, hoy pseudociencias, compartieron en su momento filiaciones históricas con la muy empírica, dos más dos, química. Semejantes maneras, por de pronto, de inquietarse, asombrarse, pensar, asumir como factibles misterios llamados a ser desentrañados.

De similar manera los médicos nos siguen pareciendo suerte de brujos, oficiantes de cultos misteriosos, y como sus pacientes somos normalmente legos, tendemos a creerles a pesar que no entendamos qué diablos hacen. ¿Presumimos que tienen en sus manos la vida y muerte de sus enfermos y eso los vuelve guardianes de enigmas indescifrables, quizá sagrados? Si semejan a jugadores de póker con sus cartas en mano que apuestan y puede que blufeen, no con uno sino con la muerte misma para ganarnos un poco más de vida, que la tenemos por igual inevitablemente mortal desde que nacimos.

Pasa también con hombres que resuelven problemas prácticos, edifican, o si son geniales como Le Corbusier, que cuando no tenía trabajo escribía libros que indagaban sobre la posibilidad, por ejemplo, de dar con una medida universal compartida -el modulor- coincidente con unidades del mundo y universo remontables al “codo, la braza, el palmo, el pie y la pulgada”, instrumentos tan prehistóricos como modernos. Con el fin no otro que dar con armonías de siempre como en la música.

Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

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