Columna de Álvaro Ortúzar: Adiós a los niños
Hubo un tiempo en que podíamos pensar las ciudades. Bucólico, es cierto, y casi tan ridículo como evocar de modo idealizado la vida en el campo, tan absurdo como imaginar edificios que albergaran familias, calles limpias y trazadas con sentido urbano, plazas y árboles refrescantes en verano. Las ciudades hoy son sucias, malolientes y peligrosas. Hubo un tiempo en que, a una noche de entretenida conversación, música y paladares satisfechos, le seguía ese vago recuerdo, tan íntimo, sensual y delicado, de un risueño pelambre. Lo latero de uno, la fomedad de otro, la rica comida, y, a veces, unas caricias o un gesto de ternura. ¿Y ahora qué? ¿Para qué evocar, cual ancianos, tiempos pasados si es del miedo de lo que se conversa todos los días?
Sin embargo, los adultos somos quebrados de un modo distinto a los niños. Nuestros sentimientos son otros. Su dolor o su muerte nos hiere de un modo distinto. Sufrir o morir tan pronto, no es algo que emane de la naturaleza. ¿En qué momento empiezan a dejar de ser personas, a perder su dignidad, a dejarse morir? Hay respuestas simples y pavorosas. Ocurre cuando no reciben su almuerzo porque las manipuladoras de alimentos se botan a huelga para recibir dineros que el Estado o un concesionario codicioso les desconoce; ocurre cuando la desidia de un funcionario de alto rango los priva, durante casi un año, de sus materiales de estudio; cuando la mafia los viste de overoles blancos y los provee de botellas incendiarias que lanzan a sus profesores en la cara; cuando esas mismas mafias los convierten en burreros o drogadictos, niños mutados y ansiosos que eligen sus ídolos entre los más violentos, que ni siquiera conocen opciones de vida distintas al robo, el asalto, la desbocada huida. La cárcel de menores hacina en un mismo lote a todo tipo de niños que sus padres y especialmente la sociedad, han abandonado. Allí les espera la regencia de un servicio estatal inepto, acostumbrado a la ruina, la misma que es su vida. ¿Resulta tan extraño, entonces, que casi un ciento de ellos mueran al año en batallas que nunca debieron ser las suyas? Muchos, muchísimos más, esperan su turno.
A pocos días de la última matanza, el Presidente y otros burócratas del aparato estatal han anunciado la construcción de una cárcel de alta seguridad, y el espanto inicial de las muertes ha desaparecido. Vemos a la alcaldesa de Santiago chillando frente a La Moneda de que en Santiago no se albergará a los delincuentes. Y resulta que muchos de ellos han nacido y aprendido su oficio en esta ciudad, quizás la más detestable, sucia y peligrosa de Chile. La misma ciudad que ha plagado de vendedores ambulantes, la misma que, junto a su partido político, instó a borrar en la trágica asonada del 19 de octubre. Este es Chile hoy que, en el fondo, dice adiós a los niños.
Por Álvaro Ortúzar, abogado