Columna de Álvaro Ortúzar: Crepúsculo
El comunismo se alimenta de la rebelión y ésta de la revolución, a partir de la cual se llega al Estado perfecto, donde no habrá ricos ni pobres y donde no será necesaria la existencia del propio Estado. Su aspiración -que contrasta con su ateísmo- resulta ser una especie de paraíso, un Nirvana. Sin embargo, no ha sido posible en 200 años alcanzar esta gloria. En los países en que ha logrado imponer su dictadura, se mantiene en estado de permanente revolución para derrotar al imperialismo.
Chile ha sido un ejemplo extraño en la historia. En las postrimerías del gobierno de la Unidad Popular, Carlos Altamirano y sus adláteres del MIR y otras facciones, llamaban al alzamiento armado y a la aniquilación, por la fuerza, de los oligarcas y fascistas. El intento tuvo un final fatídico y sufrieron una persecución peor que la que propiciaban, llevada a cabo por una dictadura implacable. De vuelta a la democracia, estratégicamente, entraron al juego de las elecciones para que, desde cargos estudiantiles y gremiales, pudieran socavar de nuevo las bases del Estado de Derecho. El 19 de octubre de 2019 fue la oportunidad perfecta. Sebastián Piñera era un gobernante que encarnaba la peor amenaza para sus intereses, pues el país gozaba de cierta prosperidad y orden, y era reconocido mundialmente porque estaba a las puertas de alcanzar el desarrollo. Sin embargo, un malestar ciudadano se había incubado merced a la percepción de que el gran avance económico también conllevaba abusos en materia de pensiones, salud, educación y otros. Si bien era ese Presidente quien debía hacerse cargo y así se comprometió, la semilla de la revolución había prendido. Era el momento de pasar a la lucha, organizar bandas de resistencia al gobierno, crear héroes que caían en defensa del pueblo, destruir los emblemas del liberalismo. Así dispuestos, arrasaron con iglesias, universidades; financiaron bombas molotov, acelerantes, overoles; también reivindicaron la violencia en el sur. Algunos dirigentes filo marxistas, sobre todo los más jóvenes, encarnaron el espíritu de esa nueva revolución. Siendo diputados, recibieron en el Congreso, con un homenaje de pie, al líder de la llamada primera línea. Luego, esos jóvenes llegaron al poder, elegidos para conseguir los cambios que la ciudadanía reclamaba. El comunismo tomó su tajada de poder, coparon cargos públicos, y se confundieron deliberadamente con partidos de burgueses, insurrectos con educación universitaria, comodidades familiares, partidarios del poliamor, hechizados por el poder.
Tras dos años de fracasos, el joven Presidente advirtió que el rechazo desplazaba a la fama y debía rectificar. Los comunistas de la vieja escuela empezaron a sufrir los efectos del cambio. Algunos fueron despedidos, una de sus sedes emblemáticas allanadas, su alcalde más impetuoso detenido por fraudes. Los correligionarios jóvenes los desmienten desde las cúpulas. Sus llantos y reclamos, así lo deben sentir, son el anuncio de un crepúsculo. No habrá otra oportunidad, salvo cuando sean muy viejos o no existan.
Por Álvaro Ortúzar, abogado