Columna de Álvaro Ortúzar: El hombre que fue
Me he preguntado por qué razón la muerte de Sebastián Piñera -no el expresidente o exsenador- me ha afectado, sin haber sido su partidario en lo político e incluso su adversario en algún pleito jurídico antiguo, o el haber conocido a su hija Cecilia, una niña siempre cariñosa y sencilla, a quien, más allá, perdí de vista.
Por ello, si se tratara de invocar recuerdos, los veo borrosos, y quizás como a la mayoría, se me aparece el hombre público, el negociante sagaz, el movedizo y viajero. Pero estos adjetivos no explican el sentimiento de pérdida y la sensación de que su muerte resulta una tragedia. Algo se detuvo este martes, y no fue el tiempo; al correr la noticia del accidente, sobrevino el silencio, la perplejidad, algo parecido a la necesidad de pensar. Hasta los detalles de su suerte al caer el helicóptero, la impresión que causaba que tres de sus ocupantes se salvaran ilesos, las condiciones del lago en que se hundió, resultaban, más que la curiosidad o el morbo que atraen, en algo que uno deseaba que no hubiera ocurrido, que hiciera que la mente se oscureciera, como en esos extraños fenómenos que uno ha sentido alguna vez, cuando cierra los ojos con fuerza y detrás de los párpados que ocultan la luz, algo brillara, dejando, al abrirlos, los ojos húmedos y lustrosos.
El mundo, sin embargo, sigue ahí, el mismo viento, los mismos árboles, el ruido de los movimientos humanos y de la naturaleza. Tan extraño como eso. La muerte, que en esencia es la detención de algo vivo, no es corpórea, no altera las cosas, no mueve una nube ni provoca una brizna. El silencio que la sucede es humano y lo preside cierta solemnidad, el rostro hacia el suelo, un vacío que no llenan los pensamientos, la sensación de que algo ocurrirá, algo importante, que nada tiene que ver con los pasos que condujeron a la muerte. Luego viene la funebridad que oscurece las ropas, la negrura de los pañuelos y el ocultamiento del cuerpo. Uno se pregunta dónde está, entonces, el vacío, que percibiéndose tan grande, es, sin embargo, insignificante materialmente. Porque no es el escritorio diario, el espacio que uno ocupa en la cama, su cotidianeidad; no son las mañas, el peinado, la escobilla de dientes. Esas cosas se ven, aunque las personas no estén en la casa o en la oficina; apenas son accidentes en el espacio, superficiales y carentes de toda significación. Las mismas que, luego de la muerte, resultan motivos de tristeza, a ratos de incómoda presencia, son solo objetos que pierden su motivo.
En tiempos muy antiguos, un hombre sabio pronunció, a pedido del gobernante, un discurso fúnebre para su pueblo, que había perdido a un líder. Lo busqué intuitivamente y allí leí que la patria concede coronas para los muertos, como homenaje no solo a la virtud, el esfuerzo y las obras, sino también por haber sido buenos con él. En ese momento comprendí que un rasgo que al principio no encontraba, era este con los ciudadanos. El más de fondo, quizás, que llevó a Sebastián Piñera a ser quien fue.
Por Álvaro Ortúzar, abogado
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