Columna de Álvaro Ortúzar: Homo sacer, más allá de la vida, pero más acá de la muerte

Un viejo abogado inglés decía que estaba dispuesto a abolir la pena de muerte si los criminales también lo hacían. Este sarcasmo contiene una verdad de fondo y es que la ejecución de un criminal no es un disuasivo eficaz, menos en los tiempos actuales en que muchos asesinatos son cometidos por mercenarios, narcotraficantes y mafiosos, cuya crueldad y sangre fría es aterradora. Convengamos, por otro lado, que el presidio, aunque fuese perpetuo, en este tipo de casos no produce el efecto de soledad, tristeza, arrepentimiento o reinserción social que se argumenta como solución más preferible a la ejecución. Al contrario, la evidencia muestra que la cárcel es el lugar más propicio y seguro para planificar y mandar a ejecutar órdenes criminales. Ha sido, pues, en este contexto de nuestra actual convivencia, que se ha instalado la idea de restablecer la pena de muerte como legítima venganza social para matizar el sufrimiento de las familias o seres queridos de las víctimas. El ambiente eleccionario y la oferta de volver a la pena de muerte, responde a la promesa de la mano dura que el pueblo anhela.
Sin embargo, esta promesa esconde un engaño. Chile no puede restablecer la pena de muerte puesto que el Pacto de San José de Costa Rica al cual se encuentra sometido, se lo prohíbe.
De este modo, la pregunta más seria, que permanece sin respuesta, es cuál podría ser el castigo que la sociedad toleraría frente a la atrocidad de ciertos crímenes. ¿Lo será la muerte civil? Recordemos que entre nosotros esta figura existió hasta 1943, pero no era una pena, sino la consecuencia de haber asumido una profesión solemne de votos monásticos, cuyo efecto era la restricción de ciertos derechos patrimoniales. Como sanción penal, en cambio, constituye la pérdida de los derechos civiles con distinta intensidad, cuyo extremo, en la antigua Roma, es una suerte de interdicción permanente por la cual un individuo es privado de los atributos la personalidad, es un “homo sacer”. O sea, un ser maldito que se encuentra más allá de la vida, porque no ha muerto, pero más acá de la muerte porque está vivo. En la Europa medieval, la muerte civil podía implicar la muerte real, pues cualquiera podía matar con impunidad al delincuente porque la ley lo consideraba inexistente. Más adelante, las causales fueron la abjuración, el destierro y la muerte monástica. Y así, han variado los efectos y hoy en día se considera como muerte civil la pérdida de los derechos políticos, como el derecho a votar y ser elegido, de ocupar cargos públicos, los derechos de libertad de expresión, de asociación, de reunión. En pocas palabras, la muerte civil restringe más o menos severamente la participación de un individuo en la vida social. Algunos tratados no admiten una pena que abarque la totalidad de los derechos civiles y políticos. Pero, si se trata de proponer una materia que admite discusión académica y pública, la muerte civil y su extensión puede examinarse como sanción racional, proporcionada y justa frente a crímenes que la sociedad considera como atroces. Castigar al criminal poniéndolo más allá de la vida, pero más acá de la muerte, es un punto de partida.
Por Álvaro Ortúzar, abogado
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