Columna de Álvaro Ortúzar: La historia que nos duele
Nuestro país empezó a desangrarse, a dividirse, a sacar lo peor de entre los peores, hace más de 50 años. La tragedia posterior, demoledora y cruel, se gestó cuando la convivencia en paz se hizo intolerable, cuando un bando intentó hacerse del poder imponiendo el control económico y político de las personas por parte del Estado y lograr de ese modo la instalación de un sistema totalitario. Una revolución.
Sabemos que en la historia eso se ha conseguido desmoronando las instituciones, avivando el odio, desconociendo las leyes, atropellando a los Poderes del Estado, violando las garantías constitucionales, permitiendo la realización de actos vandálicos o terroristas. Siempre ha existido un credo, una aparente virtud o un sustento moral que quienes alientan la destrucción dicen poseer, y que justifica que hombres y mujeres de una misma nación y con un proyecto común, se enfrenten y se desate el miedo, la histeria y, finalmente, por un lado u otro, se aseste el golpe que terminará por demolerlo todo: la dictadura. Chile, pues, dividido y arrastrado hacia la lucha, esperaba la violenta refundación que impondría alguno de los bandos. Era la instalación de la dictadura revolucionaria o la dictadura militar. Sin otra salida. Era el fin de la democracia por la fuerza. Esa era la situación que el Congreso previno y advirtió en agosto de 1973, apenas unos días antes de que el Presidente de la República viese, como un hecho consumado, el término de su mandato abruptamente. Como señalaron quienes se hicieron del poder, la razón fue el haber vulnerado los principios en que la democracia se sustenta. Y en su nombre, como casi siempre ocurre, hubo sangre, detenciones, torturas, desapariciones. Una nueva destrucción de la convivencia. Una forma siniestra en que las sociedades se dividen ya sea para aferrarse al nuevo poder o en su contra.
Largos años pasaron para que el país sintiera que empezaba un reencuentro, se convenciera de que sus instituciones podían revivir, que sus habitantes tenían la nobleza de igualarse, que ya no habría nunca más vencedores y vencidos. Precisamente ese espíritu llevó a que se examinara y castigara, con la mayor severidad, a quienes habían abusado del poder haciendo de sus oponentes unos enemigos a los que había que liquidar. Y le entregamos a nuestros mejores líderes, a los más respetados, que reconstruyeran lo esencial de nuestras aspiraciones, las más sustanciales de todas, como eran retornar a la paz, al orden, al desarrollo y a la hermandad. De aquello han pasado 33 años. Se empezó a gobernar para todos. El líder actual, Gabriel Boric, no responde a este encargo. Él ve, en la conmemoración del Golpe de Estado de 1973, la oportunidad de venerar a quienes muchos consideraron como los responsables originales de la crisis de la democracia. Es decir, pretende explicar nuestra historia antes de entenderla.
Por Álvaro Ortúzar, abogado
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.