Columna de Álvaro Ortúzar: La inutilidad del derecho

La inutilidad del derecho
La inutilidad del derecho


Imaginar que no existe el derecho equivale vivir en el caos. Por ello las sociedades humanas definen las reglas por las que habrán de regirse y las personas y autoridades se someten a ellas, voluntaria o forzadamente. Nadie puede quedar exento de su imperio ni eludir su aplicación. La primera ley, la que las ordena a todas, es la Constitución, que nace de la voluntad soberana y directa de los ciudadanos, ejercida por medio del voto. La ley, a su turno, concreta esa voluntad y es obligatoria en la medida que se exprese en la forma prescrita por la Constitución.

Todo esto es posible en un Estado compuesto por personas que viven en un territorio y cuyo régimen de gobierno se acepta como inviolable. Así lo reconoce la comunidad universal. Pero al existir numerosos intereses comunes entre los Estados, se suscriben acuerdos y tratados obligatorios, se establecen tribunales internacionales a los que se someten y donde pueden reclamar auxilio recíproco. En este esquema las personas tienen especialísima protección en caso de que sus derechos fuesen vulnerados por su propio Estado o por otro. En tal contexto de certezas, uno de los avances más significativos que ha experimentado el derecho internacional es el concerniente a los derechos humanos. Todos los países adscritos deben respetarlos y todos, también, aceptan someterse al imperio de las cortes y a las sentencias que dicten conforme a los tratados. Largos textos recogen un catálogo de derechos, su ejercicio y protección.

Sin embargo, tratándose de una dictadura, los tratados son letra muerta. Nada puede exigírsele a un dictador. Los derechos humanos quedan fuera de la órbita de control internacional, y los ciudadanos son privados de libertad y perseguidos mientras las democracias se limitan a protestar, los presidentes y diplomáticos a emitir declaraciones, se expulsan funcionarios y se rompen relaciones que, valga reconocerlo, en lo concerniente a derechos humanos siempre fueron de papel, o básicamente guiadas por intereses económicos. En la práctica, no existe tratado o acuerdo, aunque esté suscrito por potencias, que sea oponible a una dictadura, así sea un pequeño país africano o caribeño. La imponente Corte de La Haya, los amplios salones repletos de dignatarios del mundo reunidos en la ONU, OEA, Human Rights, Amnistía Internacional, Corte Interamericana de Derechos Humanos, Corte Europea de Derechos Humanos, ACNUR, OCHA, FDIH, y un largo etcétera, son incapaces frente a una dictadura.

El pueblo de Venezuela ha querido darse una democracia, lo expresó así con sus votos y el resultado de esa voluntad no será respetado ni puede ser defendido por las propias democracias. Las reglas que estas se han dado no alcanzan a proteger a esos seres humanos, titulares de los mismos derechos. La dictadura de Maduro ha resultado ser invulnerable. Desde nuestras protegidas democracias, vemos cómo este personaje siniestro y matonesco persigue, encarcela y elimina a sus adversarios sin una respuesta jurídica eficaz. De esto hablamos cuando hablamos de la inutilidad del derecho.

Por Álvaro Ortúzar, abogado