Columna de Álvaro Pezoa: De mayo del 68 al predominio de élites narcicistas
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Con el triunfo de la contracultura de los sesenta, se ha pasado de la rebelión de las masas a la revolución de las élites.
El cambio en la manera de vivir es la gran herencia del “sesentayochismo”, sostiene Pablo Pérez López (De mayo del 68 a la cultura woke). El arraigo de esta mutación experimentó con la revuelta del 68 una aceleración muy significativa, aunque venía forjándose desde antes. La juventud triunfante en mayo del 68 es “olímpica”: quieren vivir como los dioses del Olimpo, sin restricción moral alguna, solo atentos al reclamo de su capricho y luchando por él con toda la intensidad de que son capaces (Higinio Marín). El legado del 68 tuvo más que ver con la forma de vivir que con la política, y por eso su influencia política es más honda de lo que parece, porque llega a ser real a través de la transformación de los comportamientos personales.
El nuevo ímpetu, presente en los hechos del 68, se apoyó fundamentalmente en la metamorfosis de los hábitos y la consideración de lo sexual en la sociedad. Se podría decir que, a partir de entonces, la única norma moral aceptada por la nueva cultura sería la transgresión, especialmente en materia sexual. No debe ponerse límites a los deseos, esta vendría a ser la base de una vida “digna y libre”. En síntesis, interesa aquí subrayar cómo esta línea de cambio ha sido la que ha tenido más influencia para la posteridad, nuestra actualidad. Las mudanzas en los modos de vida reconfiguraron gradualmente la vida social y, con ello, dieron paso a una nueva política, aunque las formas institucionales democráticas parecieran sobrevivir. La sociedad que nace de personas cada vez más individualistas no soporta la familia, quizá ni siquiera la entiende, y genera un mundo de incomunicación creciente por más que las comodidades y los placeres vayan en aumento. Es muy dudoso que con gentes así se pueda construir una auténtica comunidad.
El predominio de sujetos preocupados primordialmente por sus sensaciones de bienestar empuja culturalmente a un paradigma social diferente al que se vivió por siglos, ahora desconectado de la historia. El “nuevo hombre” tiene una mirada narcisista. Del mundo le interesa cómo lo apoya y cómo lo hace sentirse. Esa es la pregunta fundamental del narcisista: ¿cómo me siento? Lo demás es marginal. Esta manera de ver las cosas lo encapsula en su propia existencia, condiciona sus relaciones y en cierto modo tiende a apagarlas o anularlas. Un siglo atrás, Ortega y Gasset señalaba algo similar escribiendo sobre el hombre masa, pero como subrayaba Lasch, ahora la cuestión ha ido más lejos: las características que el filósofo español distinguió como propias del hombre masa son las que desde comienzos de la década de 1990 definen a los niveles superiores de la sociedad, a sus élites. Con el triunfo de la contracultura de los sesenta, se ha pasado de la rebelión de las masas a la revolución de las élites: el anarcoindividualismo del 68 -encubierto de comunitarismo- ha conducido a la preeminencia de minorías selectas narcisistas y abonado el camino al desarrollo de la cultura woke (tema para otra columna).
Por Álvaro Pezoa, director del Centro de Ética y Sostenibilidad Empresarial, ESE Business School, U. de los Andes
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